Plinio Corrêa de Oliveira -Nobleza y élites tradicionales análogas en las alocuciones de Pío XII al Patriciado y a la Nobleza romana – DOCUMENTOS IV
16/02/2022
Plinio Corrêa de Oliveira
Nobleza y élites tradicionales análogas en las alocuciones de Pío XII al Patriciado y a la Nobleza romana
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Editorial Femando III, el Santo
Lagasca, 127 – 1º dcha.
28006 — Madrid
Tel. y Fax: 562 67 45
Primera edición, julio de 1993.
Segunda edición, octubre de 1993
© Todos los derechos reservados.
NOTAS
● Algunas partes de los documentos citados han sido destacadas en negrita por el autor.
● La abreviatura PNR seguida del número de año y página corresponde a la edición de las alocuciones de Pío XII al Patriciado y a la Nobleza romana publicadas por la Tipografía Políglota Vaticana en Discorsi e Radiomessaggi di Sua Santitá Pió XII cuyo texto íntegro se transcribe en Documentos I.
● El presente trabajo ha sido obtenido por scanner a partir de la segunda edición, de octubre de 1993. Se agradece la indicación de errores de revisión.
Agradecemos al site pliniocorreadeoliveira.info la gentileza de autorizar esta publicación
La Redacción
DOCUMENTOS IV
S.S., Beato Pío IX
Ser de estirpe noble es un precioso don de Dios
1. La Nobleza es un don de Dios
De la alocución de Pío IX al Patriciado y a la Nobleza romana de 17 de junio de 1871:
“Cierto día un Cardenal Príncipe romano le presentaba un sobrino suyo a uno de mis Predecesores, el cual profirió, en dicha ocasión, una justa sentencia: los tronos se mantienen principalmente por obra de la Nobleza y del Clero. No se puede negar que la Nobleza es también un don de Dios, y aunque quiso Nuestro Señor nacer humildemente en un establo, se lee, sin embargo, al inicio de dos Evangelios, una larga genealogía suya [que muestra] que desciende de Príncipes y Reyes. Usad dignamente este privilegio, manteniendo inviolable el principio de la legitimidad. (…)
“Por lo tanto, seguid usando bien esta prerrogativa y será un uso nobilísimo el que de ella podáis hacer en favor de aquellos que, perteneciendo a vuestra clase, no siguen vuestro principios. Algunas palabras afectuosas de buenos amigos podrán mucho en sus ánimos y más aún podrán vuestras oraciones. Soportad con ánimo generoso los disgustos con que os podáis encontrar. Que Dios os bendiga durante toda vuestra vida, como lo ruego de todo corazón.” [1]
2. Nuestro Señor Jesucristo quiso nacer noble; Él mismo amó a la aristocracia
De la alocución de Pío IX al Patriciado y a la Nobleza romana, de 29 de diciembre de 1872.
“El propio Jesucristo amó a la aristocracia y, si no me equivoco, ya en otra ocasión, os he manifestado esta idea. También Él quiso nacer noble, de la estirpe de David, y su Evangelio nos hace conocer su árbol genealógico hasta José, hasta María, ‘de qua natus est Jesús.’
“Por lo tanto, la aristocracia, la nobleza, es un don de Dios. Por eso, conservadlo diligentemente, usadlo dignamente. Vosotros ya lo hacéis con las obras cristianas y caritativas, a las cuales os dedicáis continuamente con tanta edificación del prójimo y con tanto provecho para vuestras almas.” [2]
3. La nobleza de nacimiento es, en apariencia, un hecho fortuito, pero proviene, en realidad, de una benigna disposición del Cielo
De la alocución de León XIII al Patriciado y a la Nobleza romana de 21 de enero de 1897.
“Nos alegra el alma volveros a ver después de un año en este mismo lugar, hermanados por la consonancia de pensamientos y afectos que os honran. Nuestra caridad no conoce ni debe conocer acepción de personas, pero no puede ser censurada si se complace particularmente en vosotros, precisamente por comprender el grado social que os ha sido asignado, en apariencia por un hecho fortuito, pero en realidad por benigna disposición del Cielo. ¿Cómo negar un particular respeto a la nobleza de linaje, si el Divino Redentor mostró con los hechos tenerla en tanta estima? Es verdad que adoptó la pobreza en su peregrinación terrenal, que no quiso nunca a la riqueza por compañera; pero, por otro lado, eligió una estirpe real para nacer.
“Os rememoramos estas cosas, amados hijos, no para adular un orgullo insensato, sino para alentaros a obrar de un modo digno de vuestra categoría. Cada individuo o cada clase de individuos tiene su función y su valor; del ordenado concierto de todos emana la armonía del consorcio humano. Es innegable, sin embargo, que en los órdenes privado y público la aristocracia de sangre es una fuerza especial, como el patrimonio y el talento. Si no estuviese de acuerdo con los procedimientos de la naturaleza, no habría sido, como fue en todos los tiempos, una de las leyes moderadoras de los hechos humanos; de donde no es ilógico deducir, argumentando con el pasado, que por más que los tiempos cambien nunca dejará de tener eficacia un nombre ilustre para quien sepa llevarlo dignamente.” [3]
4. Jesucristo quiso nacer de estirpe real
De la alocución de León XIII al Patriciado y a la Nobleza romana de 24 de enero de 1903:
“Y aunque quiso Jesucristo pasar su vida privada en la obscuridad de una modestísima morada, pasando por ser hijo de un artesano; si en su vida pública se complacía tanto en estar en medio del pueblo, haciéndole el bien de todos los modos, quiso, sin embargo, nacer de regia prosapia, escogiendo por madre a María y por padre putativo a José, electos vástagos de la estirpe de David. Y, ayer, en la fiesta de sus esponsales, nos fue posible repetir con la Iglesia las bellas palabras: ‘Regali ex progenie Maria exorta refuIget’.” [4]
5. Nuestro Señor Jesucristo quiso nacer pobre, pero quiso también tener una insigne vinculación con la aristocracia
De la alocución de Benedicto XV al Patriciado y a la Nobleza romana, de 5 de enero de 1917:
“Ante Dios no hay acepción de personas; pero es indudable, escribe San Bernardo, que la virtud se hace más agradable en los nobles, porque resplandece más.
“También Jesucristo fue noble, y nobles fueron Marta y José, descendientes de real prosapia, aunque la virtud eclipsó el esplendor de esto en la pobre Natividad que la Iglesia ha conmemorado hace algunos días. Que Cristo, por lo tanto, que tan insigne vinculación quiso tener con la aristocracia terrenal, acoja en la omnipotente humildad de su cuna los cálidos votos que os presentamos; que, así como en el Pesebre la más alta nobleza estuvo asociada a la más gloriosa virtud, lo mismo ocurra con Nuestros amados hijos, los Patricios y los Nobles de Roma. Que su virtud produzca la regeneración cristiana de la sociedad y, junto con ella, aquellas gracias que le son inseparables: el bienestar de las familias de todos y cada uno, y la tan anhelada paz del mundo.” [5]
6. María, José, y por tanto Jesús, nacieron de estirpe real
De un sermón de San Bernardino de Siena (1380-1444) sobre San José:
“En primer lugar, consideremos la nobleza de la esposa, esto es, de la Santísima Virgen. Fue Ella la más noble de todas las criaturas que hayan existido en la naturaleza humana, de todas las que puedan o hayan podido ser engendradas, pues Mateo (cap. I), que cuenta tres veces catorce generaciones desde Abraham hasta Jesucristo inclusive, explica que desciende de catorce Patriarcas, de catorce Reyes y de catorce Príncipes. (…) San Lucas también describe en su tercer capítulo la nobleza de la Bienaventurada Virgen, comenzando su genealogía en Adán y Eva y prolongándola hasta Cristo Dios. (…)
‘‘Examinemos en segundo lugar la nobleza del esposo, esto es, de San José. Fue éste, en efecto, engendrado directamente de estirpe patriarcal, real y principesca, como estaba profetizado. Efectivamente, Mateo (cap. I) traza una línea recta con todos los padres ya mencionados desde Abraham hasta, el esposo de la Virgen, quedando patente que en él vino a desembocar la dignidad Patriarcal, Real y Principesca. (…)
“Consideremos en tercer lugar la nobleza de Cristo. Como se deduce de lo anteriormente dicho, fue Él, en efecto, Patriarca, Rey y Príncipe por ambos progenitores. (…) Los referidos Evangelistas describieron la nobleza de la Virgen y de José para manifestar la nobleza de Cristo.
“Fue, por tanto, José de tan gran nobleza que, si nos es permitido decirlo así, dio en cierto sentido la nobleza temporal a Dios Nuestro Señor Jesucristo.” [6]
7. Dios Hijo quiso nacer de estirpe real para reunir en su persona todos los géneros de grandeza
De los escritos de San Pedro Julián Eymard (1811-1868) sobre San José:
“Cuando Dios Padre decidió dar su Hijo al mundo quiso hacerlo con honra, pues Él es digno de todo honor y alabanza. Le preparó, por tanto, una Corte y un servicio real dignos de Él: Dios quería que su hijo encontrase, aun sobre la Tierra, una recepción digna y gloriosa, si no a los ojos del mundo, al menos a los suyos propios. Este misterio de Gracia de la Encarnación del Verbo no fue improvisado por Dios: aquellos que habían sido elegidos para participar en él habían sido preparados por Él desde hacía mucho tiempo. La Corte del Hijo de Dios humanado la componían María y José; el propio Dios no podía haber encontrado más dignos servidores para estar junto a Él.
“Consideremos sobre todo a San José. —Encargado de la educación del Príncipe Real del Cielo y de la Tierra, encargado de gobernarlo y servirlo, ha de honrar con su servicio a su Divino Pupilo: Dios no podía tener con qué ruborizarse de su Padre adoptivo. Y como El es Rey, de la sangre de David, hizo nacer a José de este mismo tronco real; quiso que fuese noble, aun de la nobleza terrenal. Por las venas de José corría la sangre de David, de Salomón y de todos los nobles reyes de Judá: si la dinastía aún ocupase el trono, él sería el heredero y debería ocuparlo en su momento. No os detengáis a considerar su pobreza actual: la injusticia ha expulsado a su familia del trono a que tenía derecho; pero no deja por eso de ser rey, el hijo de esos reyes de Judá, los más grandes, nobles y ricos del Universo. En los registros del empadronamiento, en Belén, José será inscrito y reconocido por el Gobernador romano como el heredero de David: ahí está su pergamino real, es fácilmente reconocible y lleva su real firma.
“¿Qué importa la nobleza de José?, diréis tal vez. Jesús no vino sino para humillarse. — Yo os respondo que el Hijo de Dios, que quiso humillarse durante algún tiempo, quiso asimismo reunir en su Persona todo género de grandezas: Es también rey por derecho de herencia; es de sangre real. Jesús es noble, y cuando eligió a sus Apóstoles entre la plebe los ennobleció; este hijo de Abraham y heredero del trono de David tiene todo el derecho a hacerlo. Él ama este honor de familia; la Iglesia no pasa por encima de la nobleza el rodillo de la democracia; respetemos, pues, todo lo que a ella respecta; la nobleza es de Dios.
“Pero, ¿es preciso entonces ser noble para servir a Nuestro Señor?— Si lo sois, Le tributaréis gloria mayor; pero no es necesario; Él se contenta con la buena voluntad y la nobleza de corazón. Sin embargo, los anales de la Iglesia nos muestran que un gran número de santos, y de los más ilustres, gozaban de blasón, tenían un nombre, pertenecían a una familia ilustre; muchos eran incluso de familia real. Nuestro Señor se complace en recibir los homenajes de todo lo que es honorable. San José recibió una educación perfecta en el. Templo, y Dios lo preparó así para ser el noble servidor de su Hijo, el edecán del más noble de los Príncipes, el protector de la más augusta Reina del Universo. [7]
8. La nobleza de sangre es un poderoso estímulo para practicar la virtud
Del magnífico texto de la homilía de San Carlos Borromeo (1538-1584), Arzobispo de Milán, en la fiesta de la Natividad de la Virgen, de 1584:
“El inicio del Santo Evangelio escrito por San Mateo, que poco antes os ha sido proclamado desde este mismo lugar por la Santa Madre Iglesia, nos invita principalmente a considerar la nobleza, el insigne linaje y la magnificencia de esta Virgen Santísima. En efecto, si se declara noble a quien loma su origen de la dignidad de sus antepasados ilustres, ¿cuán grande será la nobleza de María, cuya estirpe tuvo origen en Reyes, Patriarcas, Profetas y Sacerdotes de la tribu de Judá, de la descendencia de Abraham, de la real estirpe de David?
“Pero, aunque no ignoramos que la verdadera nobleza es la cristiana, la cual nos fue conferida por el Unigénito del Padre cuando a todos los que le recibieron les dio el poder de llegar a ser hijos de Dios (Jn. I, 12), y que esa dignidad y nobleza nos es común a todos los fieles cristianos, no pensamos de ningún modo que haya de ser despreciada o rechazada la nobleza según la carne. Antes bien, sería totalmente indigno del nombre de noble quien no reconociera también esta nobleza como singular don y favor de Dios y no diera igualmente gracias especiales a Dios, espléndido Donador de todos los bienes, por haberla recibido. Si así hiciera, por no haber nada más torpe que el vicio de la ingratitud, empañaría el esplendor de sus antepasados, ya que la nobleza de la carne contribuye muchísimas veces a dar al alma un verdadero brillo y produce no pocos frutos.
“En primer lugar, el esplendor de la sangre, la virtud de los antepasados y las hazañas célebres predisponen de un modo extraordinario al varón noble para seguir las huellas de sus antecesores. Tampoco cabe duda que su propia naturaleza es más propensa al bien y a la virtud, ya sea por la conformidad de su sangre con la de sus progenitores, y por la consiguiente transmisión de su espíritu; ya sea porque conserva un constante recuerdo de sus virtudes, que reputa y estima como las más preciosas por haber brillado en sus propios consanguíneos; ya sea, por último, por la recta educación y formación que recibió de varones ilustres. Es ciertamente sabido que la nobleza, la magnifi-cencia, la dignidad, la virtud y la autoridad de los padres estimulan grandemente a los hijos para que conserven las mismas inclinaciones, y de ahí se sigue que los varones nobles, por una especie de instinto de la naturaleza, deseen la honra, cultiven la magnanimidad, desdeñen los lucros viles y tengan, por fin, horror a todo aquello que reputan indigno de su nobleza.
“En segundo lugar, la nobleza sirve, por así decir, de poderoso estímulo para adquirir virtudes. Este fruto difiere del primero de que hemos hablado en que aquél dispone el noble a abrazar más fácilmente las obras rectas, mientras que este segundo añade vehementes estímulos a lo que se ha hecho fácil, sirve de freno a los vicios y a aquellas acciones que desdoran al varón noble, y hace que, si cae alguna vez el noble en alguna falta, se vea inundado al instante por un extraordinario pudor y procure con todas sus fuerzas limpiarse de esa mancha.
“El último fruto de la nobleza es que, así como una misma piedra preciosa refulge más engastada en oro que en hierro, así las mismas virtudes resplandecen más en el varón noble que en el plebeyo; por lo que la nobleza unida a la virtud es el máximo ornamento.
“En realidad, no sólo se debe deferencia a la nobleza y al esplendor de los antepasados, sino que, además, sustentamos con la mayor firmeza las dos tesis siguientes. La primera, a saber: que así como es mucho más brillante la virtud en un noble, así también en él el vicio es mucho más vergonzoso. Del mismo modo que es más fácil notar la suciedad en un lugar claro y bañado por los rayos del sol que en un oscuro rincón, las manchas en un áureo vestido que en uno ordinario y andrajoso, y las máculas y cicatrices en el rostro que en una parte oculta del cuerpo; así también en los nobles los vicios son más notables que en los hombres de condición vulgar, son mucho más desagradables de contemplar y afean más vergonzosamente el espíritu de los culpables. ¿Puede, en verdad, verse algo más indigno que un adolescente nacido de padres ilustres y de buena familia corrompido y entregado a las tabernas, juegos, bacanales y orgías?
“La segunda verdad es que quien a su nobleza no le añade sus propias virtudes se vuelve inmediatamente abyecto, aunque sea nobilísimo por parte de sus mayores, pues cuando la virtud se interrumpe cesa en él la nobleza, y si por algún motivo quedan aún vestigios de esplendor, son ciertamente inútiles, porque ni siquiera alcanzan su propio fin, que es hacerlo naturalmente más inclinado a los hechos memorables, servirle de estímulo para la práctica de la virtud y de freno ante el pecado; y toda la nobleza, o es para él sumo oprobio, o al menos no lo honra en lo más mínimo. Esto es lo que reprochaba Nuestro Señor Jesucristo a los fariseos que se jactaban de ser hijos de Abraham al decirles: Si sois hijos de Abraham, haced las obras de Abraham (Jn. VIII, 3), pues nadie puede gloriarse de ser hijo, o nieto de alguien y de participar de su nobleza sin imitar su vida y virtudes. Por eso les decía también el Señor: Vosotros tenéis al Diablo por padre (Jn. VIII, 44); y el santísimo Precursor de Cristo les llamaba además raza de víboras (Lc. III, 7).
“¿Quién será, en verdad, tan ignorante e imprudente como para encontrar razones para dudar de la suprema nobleza de la Santísima Virgen María? ¿Quién, no sabe que Ella no solo igualó las virtudes de sus progenitores, sino que las excedió muy de lejos, hasta tal punto que merecidamente se La puede y debe llamar nobilísima, porque aquel esplendor de tan ilustres Patriarcas, Reyes, Profetas y Sacerdotes cuyas series se describen en el Evangelio de hoy alcanzó en ella su máximo desarrollo?
“Puede ser que alguien se pregunte: ¿por qué razón ha de deducirse de todo lo examinado la nobleza de los antepasados de María cuando la genealogía expuesta en el Evangelio es la de José, su esposo? Pero quien haya leído las Sagradas Escrituras con mayor diligencia resolverá fácilmente esta dificultad, porque la Ley Divina establecía que una virgen no tomase varón fuera de su propia tribu, sobre todo en vista de la sucesión hereditaria (Nm., XXVI, 6ss.). Por eso queda clarísimo que José y María fueron de la misma tribu y familia, y con esta descripción de la generación humana del Hijo de Dios se hace patente que es una e idéntica la nobleza de ambos.”
A continuación el Santo pasa a afrontar otro aspecto del gran tema sobre el que se extiende.
“En tercer lugar, por fin, amadísimas hijas —pues esto a vosotras se refiere— se describe [en el Evangelio] la estirpe de José y no la de María para que aprendáis a no ensoberbeceros ni decir palabras insultantes a vuestros maridos: ‘Yo he introducido la nobleza en tu casa; yo te he traído el brillo del honor; a mí debes restituirme —¡oh varón!— todo lo que has recibido de dignidad’. Instruíos en la verdad y grabad esto constantemente en vuestros espíritus: que el decoro y la nobleza de la esposa no es debida a otra familia sino a la su esposo, y que son detestables aquellas esposas que osan preferirse en cierto modo a sus maridos o, lo que es peor, se avergüenzan de las familias [de] sus maridos, callan el apellido de éstos y mencionan únicamente su propio origen. Hay aquí verdaderamente un diabólico espíritu de soberbia. ¿Cuál es pues la familia de María? La de José. ¿Cuál la tribu, cuál la casa, cuál la nobleza de María? La de su esposo José. Esto, esposas cristianas, verdaderamente nobles y temerosas de Dios, es lo que más conviene.” [8]
9. Grande es el poder de la estirpe sobre nuestras acciones
De la oración fúnebre de Felipe Manuel de Lorena, Duque de Mercoeur et Penthièvre, pronunciada el 27 de abril de 1602 en la iglesia metropolitana de Notre Dame de París por San Francisco de Sales (1567-1622), Obispo-Príncipe de Ginebra y Doctor de la Iglesia:
“Es Dios quien obra siempre en nosotros toda nuestra salvación, de la cual es el gran arquitecto: pero en sus misericordias, procede de diversos modos pues nos da ciertos dones sin que los pidamos, y otros por medio de nuestros deseos, esfuerzos y apetencias. El Príncipe Felipe Manuel, duque de Mercoeur, recibió abundantemente los bienes del primer tipo, sobre los cuales construyó un excelente edificio de perfección de los del segundo, porque, en primer lugar, Dios le hizo nacer de dos de las más ilustres, antiguas y católicas casas que hay entre los príncipes de Europa [las de Lorena y Saboya].
“Es mucho ser fruto de un buen árbol, metal de una buena mina, arroyo de una buena fuente. (…)
“Nació, digo, para gloria de las armas y honra de la iglesia, este fallecido Príncipe, digno retoño de dos tan grandes estirpes, de las cuales, así como recibió la sangre, heredó también sus virtudes; y del mismo modo que dos afluentes que se unen forman un grande y noble río, así las dos casas de los abuelos paternos y maternos de este príncipe, habiendo puesto en común en su alma las bellas cualidades de cada una, lo hicieron perfectamente completo en todos los dones de la naturaleza, porque bien podría él decir con la Divina Sabiduría: Puer autem eram ingeniosus, et sortitus sum animam bonam (Soy un niño bien nacido y he recibido un alma de buen natural. Sb. VIII, 19). Fue una feliz circunstancia para su virtud haberse encontrado en recipiente tan capaz, y fue un gran bien para su capacidad haberse encontrado con tal virtud. (…)
“Me ha parecido conveniente hablar de su estirpe, aunque a muchos les parezca que, siendo la nobleza algo extrínseco a nosotros, únicamente nuestras acciones son nuestras. En realidad, la estirpe nos sirve de mucho y tiene gran poder sobre nuestros designios y hasta sobre nuestras propias acciones, sea por la afinidad de las pasiones que heredamos muchas veces de nuestros predecesores, sea por el recuerdo que conservamos de sus proezas, sea también por el buen y más singular alimento que de ello recibimos.” [9]
NOTAS
[1] Discorsi del Sommo Pontefice Pio IX, Tipografia di G. Aurelj, Roma, 1872, vol. I, p. 127.
[2] Discorsi del Sommo Pontefice Pio IX, Tipografia di G. Aurelj, Roma, 1872, vol. II, p. 148.
[3] Leonis XIII Pontificis Maximi Acta, Ex Typhographia Vaticana, Romae, 1898, vol. XVII, p. 357-358.
[4] María se nos manifiesta refulgente, nacida de estirpe real. Ídem, 1903, vol. XXII, p. 368.
[5] “L’Osservatore Romano”, 6/1/1917.
[6] Sancti Bernardini Senensis Sermones Eximii, Aedibus Andreae Poletti, Venetiis, 1745, vol. IV, p. 232.
[7] Mois de Saint Joseph — Le premier et le plus parfaite des adorateurs, Extrait des écrits du P. Eymard, Bureau des Oeuvres eucharistiques et Société Saint-Augustin — Desclée, De Brouwer et Cie., Bruges-Bruxelles-Lille-Paris, 7ª ed., pp. 59-62.
[8] Sancti Caroli Borromei Homiliae CXXII, Ignatii Adami et Francisci Antonii Veith Bibliopolarum, Augustae Vindelicorum, editio novissima, versio latina, s.d., cols. 1211-1214.
[9] Oeuvres Complètes de Saint François de Sales, Béthune Éditeur, Paris, 1836, vol. II, pp. 404-406.
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