Deshaciendo Objeciones Previas
Capítulo I
Cuando se viaja en tren, el orden normal consiste en que el maquinista y los pasajeros ocupen sus respectivos lugares, el jefe de estación dé la señal, y el convoy se ponga en movimiento.
Así, también en un trabajo intelectual debe comenzarse por exponer los principios preliminares, justificarlos criteriológicamente si es preciso, y entrar después en el cuerpo de la doctrina.
Sin embargo, cuando la psicología de muchos lectores parece estar prevenida contra la materia que va a ser tratada, o incluso manifiesta prejuicios muy arraigados respecto a ella, la situación del escritor es como la de un maquinista que —tras haber ocupado ya los pasajeros sus respectivos asientos— se da cuenta de que la vía está abarrotada de obstáculos. El viaje no comenzará entonces con la salida del tren, sino apartándolos; pues sólo después de haberlo hecho podrá ésta tener lugar.
De modo análogo, son tantos los obstáculos que se encuentran ante la materia tratada en la presente obra, es decir, son tantos los prejuicios que colman la mentalidad de numerosos lectores respecto a la Nobleza y a las élites tradicionales análogas, que el asunto sólo puede ser tratado después de que hayan sido apartados.
Queda explicado de este modo lo que pudiera haber de extraño o inusual en el título y contenido de este primer capítulo.
1. Sin prejuicio de una justa y amplia acción en pro de los trabajadores, oportuna actuación a favor de las élites
No es necesario recordar que hoy en día se habla mucho de reivindicaciones sociales a favor de los trabajadores. La solicitud así manifestada es, en principio, altamente loable y digna de ser apoyada por todos los espíritus rectos.
Sin embargo, insistir unilateralmente en pro de la clase obrera sin tomar en consideración los problemas y necesidades de otras clases —a veces cruelmente afectadas por la gran crisis contemporánea— supone olvidar que la sociedad se compone de clases diversas, con funciones, derechos y deberes específicos y no únicamente de trabajadores manuales. La formación de una sola sociedad sin clases en el mundo entero es una utopía que ha sido tema invariable de los sucesivos movimientos igualitarios que hicieron eclosión en la Europa cristiana a partir del siglo XV, y es predicada principalmente en nuestros días por socialistas, comunistas y anarquistas[1].
Las TFPs y bureaux TFP difundidos por Europa, las tres Américas, Oceanía, Asia y África son muy favorables a que se hagan para la clase de los trabajadores todas las mejoras oportunas; pero no pueden hacer suya la idea de que dichas mejoras impliquen la desaparición de las demás clases, o una tal mengua de su significado, deberes, derechos y funciones específicas a favor del bien común que equivalga a su virtual extinción. Empeñarse en resolver la cuestión social achatando todas las clases en ilusorio beneficio de una sola, supone provocar una auténtica lucha de clases, ya que suprimirlas todas en beneficio exclusivo de la dictadura de una sola —el proletariado— supone reducir a las demás a la alternativa de aceptar su legítima defensa o la muerte.
No se puede esperar de las TFPs que estén de acuerdo con este proceso de achatamiento social. Es menester que todos nuestros contemporáneos bien orientados, en colaboración con las múltiples iniciativas que hoy se desarrollan en pro de la paz social por medio del justo y necesario apoyo a los trabajadores, desenvuelvan a favor del orden social una actuación opuesta a la de socialistas y comunistas, que lleva hacia la lucha de clases; y para que el orden social exista, es condición necesaria que a cada clase le sea reconocido lo que en derecho le corresponde para subsistir dignamente, así como que cada una de ellas, respetada en sus derechos específicos, se sienta capaz de cumplir los deberes que le corresponden en orden al bien común.
En otros términos, es indispensable que la acción a favor de los obreros se conjugue con otra a favor de las élites.
Si la Iglesia se interesa por la cuestión social no es porque ame exclusivamente a los obreros; no es Ella un partido laborista fundado para proteger una sola clase social; Ella ama, más que a las diversas clases consideradas cada una aisladamente y sin nexo con las demás, la Justicia y la Caridad que se empeña en hacer reinar entre los hombres; y por eso ama a todas las clases sociales… incluso a la Nobleza, tan combatida por la demagogia igualitaria [2].
Estas consideraciones llevan naturalmente al tema del presente libro. Es un hecho que, por un lado, Pío XII reconoce a la Nobleza una importante y peculiar misión en el conjunto de la sociedad contemporánea; misión ésta que, como se comentará más adelante, corresponde análogamente, en considerable medida, a otras élites sociales. El Soberano Pontífice lo hace en las catorce magistrales alocuciones pronunciadas en las audiencias de felicitación por Año Nuevo concedidas al Patriciado y a la Nobleza romana en los años de 1940 a 1952, y nuevamente en 1958 [3].
Por otro lado, nadie ignora la ingente y multiforme ofensiva que se mueve en todo el mundo contemporáneo para mengua o extinción de la Nobleza y demás élites. Basta constatar la avasalladora presión que por todas partes se ejerce en el sentido de hacer abstracción, replicar o disminuir de manera incesante su papel.
En alguna medida, pues, la actuación a favor de la Nobleza y de las élites es hoy más oportuna que nunca. Cabe, por tanto, formular con arrojo y serenidad la siguiente afirmación: en nuestra época, en la cual tan necesaria se ha vuelto la opción preferencial por los pobres, también se hace indispensable una opción preferencial por los nobles, mientras se incluyan también en esta expresión otras élites tradicionales expuestas al riesgo de desaparecer y dignas de apoyo.
Esta afirmación podrá parecer absurda dado que, en teoría, la condición obrera está más próxima a la pobreza que la condición nobiliaria, y es notoria la existencia de muchos nobles dotados de grandes fortunas.
De grandes fortunas, a veces, sí; pero corroídas en general por una persecución tributaria implacable, que nos pone continuamente ante los ojos el espectáculo consternador de señores obligados a transformar una buena parte de sus palacios o casas solariegas en hoteles o residencias turísticas, mientras que ellos mismos ocupan tan sólo una parte de la mansión familiar; de palacios en los que el propietario sirve al mismo tiempo de conservador y de cicerone —si no de barman—, mientras que su esposa se ocupa afanosamente en trabajos a veces no distantes de la condición servil, a fin de mantener limpia y presentable la casa de sus mayores.
Contra esta persecución —que reviste, por cierto, otras formas, como ocurrió con la extinción de los mayorazgos y la partición obligatoria de las herencias— ¿no cabe una opción preferencial a favor de los nobles?
No, si la Nobleza debe ser considerada una clase parasitaria de dilapidadores de sus propios bienes; pero esta imagen de la Nobleza, que forma parte de la leyenda negra de la Revolución Francesa de 1789 y de las que la siguieron en Europa y en el mundo, es rechazada por Pío XII. Aun cuando afirma claramente que se han dado en sus medios abusos y excesos de la mayor gravedad, dignos de severa censura por parte de la Historia, describe, en términos conmovidos la consonancia de la misión de la Nobleza con el orden natural de las cosas instituido por el propio Dios, así como el carácter elevado y benéfico de esa misión [4].
2. La Nobleza: una especie dentro del género élites tradicionales
Aparecerá con frecuencia en la presente obra la expresión élites tradicionales. Con ella se designa una realidad socio-económica que se puede describir como sigue.
Según los textos pontificios más adelante comentados, la Nobleza constituye bajo todos los puntos de vista una élite, la más alta de ellas; pero no es, ciertamente, la única, sino una especie dentro del género.
Hay élites que lo son por participar de las funciones y rasgos específicos de la Nobleza, y hay otras que ejercen diversas funciones en el cuerpo social, pero que no dejan por ello de tener una dignidad peculiar. Hay, por tanto, élites no nobiliarias ni hereditarias ex natura propria. Así por ejemplo, la condición de profesor universitario incorpora en plena justicia a sus titulares a lo que se puede llamar élite de una nación; lo mismo ocurre con la condición de militar, de diplomático y otras análogas.
Esas varias ramas de la actividad humana, como ya se ha dicho, no constituyen hoy privilegio de la Nobleza; esto no obstante, son no pocos los nobles que a ellas se dedican, y a nadie se le ocurre que, al hacerlo, esos nobles decaigan ipso facto de su condición; por el contrario, el ejercicio de esas actividades da fácilmente ocasión a que el noble marque su actuación en ellas con la excelencia de los atributos específicos de la Nobleza [5].
En esta enumeración de élites no se debe olvidar a aquellas que propulsan la vida económica de una nación en la industria y el comercio, funciones no sólo lícitas y dignas, sino también de una evidente utilidad. Sin embargo, la meta inmediata y específica de tales profesiones es el enriquecimiento de quienes las ejercen; o sea, es sólo enriqueciéndose a sí mismos como, ipso facto y por una consecuencia colateral, enriquecen a la nación.
Esto no basta, por sí solo, para dotar con algún carácter de Nobleza a quienes ejercen esas profesiones. En efecto, es indispensable una particular dedicación al bien común —y especialmente a lo que éste tiene de más precioso, que es el cuño cristiano de la civilización— para que se pueda conceder esplendor nobiliario a una élite. No obstante, cuando las circunstancias proporcionan a industriales o comerciantes la ocasión de prestar servicios notables al bien común con sacrificio relevante de intereses personales legítimos —y siempre que dichos servicios sean prestados efectivamente— ese esplendor brille también en todos aquellos que hayan desarrollado con la correspondiente elevación de espíritu su actividad comercial o industrial.
Es más: si, en una familia no noble, por una feliz conjugación de circunstancias un mismo linaje ejerce a lo largo de varias generaciones alguna de estas actividades, este mismo hecho bien puede ser tenido como suficiente para elevar dicho linaje a la condición de noble.
Algo de esto ocurrió con la Nobleza veneciana, constituida habitualmente por comerciantes. Como esta clase ejerció el gobierno de la Serenísima República, y tuvo así en sus manos el propio bien común de aquel Estado y lo elevó a la condición de potencia internacional, no sorprende que dichos comerciantes hayan accedido a la condición de nobles de un modo tan efectivo y auténtico que asumieron todo el alto tono de cultura y maneras de la mejor Nobleza militar y feudal.
Hay, por otro lado, élites tradicionales fundadas ya desde su inicio en capacidades y virtudes cuya transmisibilidad a través de la continuidad genética o del ambiente y educación familiares es patente [6].
Cuando dicha transmisibilidad manifiesta sus efectos y, en consecuencia, se constituyen familias —y no raramente vastos conjuntos de familias— que de generación en generación se destacan por sus señalados servicios al bien común, surge así una élite tradicional.
En ella se alía a la condición de élite el valioso predicado de ser tradicional; y, muchas veces, no se constituye formalmente como clase noble por el mero hecho de que la legislación de muchos países —influenciada por las doctrinas de la Revolución Francesa— veda al Poder público el otorgamiento de títulos de Nobleza. En ese caso se encuentran no sólo ciertos países europeos, sino también los del continente iberoamericano.
Esto no obstante, las enseñanzas pontificias sobre la Nobleza son en gran medida aplicables a esas élites tradicionales por fuerza de analogía de situación; de ahí la importancia y actualidad de esas enseñanzas pontificias también para quienes, aun siendo portadores de auténticas y elevadas tradiciones familiares, no han sido honrados con un Título de Nobleza, pero a quienes corresponde una noble misión en sus respectivos países a favor del bien común y de la Civilización Cristiana.
Mutatis mutandis, lo mismo se puede decir de las élites no tradicionales, en la medida en que se van haciendo tradicionales.
3. Objeciones antinobiliarias impregnadas del espíritu igualitario de la Revolución Francesa
Nobleza, élites: ¿por qué sólo se trata de ellas en este libro? Esta es la objeción que, sin duda, se les ocurrirá a lectores igualitarios, con mentalidad ipso facto antinobiliaria.
La sociedad actual está saturada de prejuicios radicalmente igualitarios a veces acogidos consciente o subconscientemente incluso por personas que forman parte de sectores de opinión de los cuales se podría esperar una compacta unanimidad en sentido opuesto. Así ocurre, por ejemplo, con miembros del clero entusiastas de la trilogía revolucionaria libertad, igualdad, fraternidad, y por eso mismo olvidados de que era entonces interpretada con un sentido frontalmente opuesto a la doctrina católica [7].
Si tales disonancias igualitarias se encuentran incluso en ciertos medios del clero, no es tan de sorprender que se manifiesten también entre nobles o miembros de otras élites tradicionales. Recientemente transcurrido el segundo centenario de la Revolución Francesa, estas reflexiones hacen recordar con facilidad al noble revolucionario por excelencia que fue el Duque de Orleáns, Philippe Egalité. Desde entonces su ejemplo no ha dejado de fructificar en más de una estirpe ilustre.
Cuando en 1891 León XIII publicó su célebre encíclica Rerum Novarum sobre la condición del mundo obrero, no faltaron en ciertos ambientes capitalistas quienes objetaran que las relaciones entre capital y trabajo constituyen una materia específicamente económica, con la que nada tenía que ver el Romano Pontífice. Su encíclica constituía, por tanto, una intromisión en cosecha ajena…
No faltarán, a su vez, lectores que se pregunten qué tiene que ver un Papa con la Nobleza o con las élites, tradicionales o no, cuya simple subsistencia en nuestros tan transformados días les parecerá un vestigio arcaico e inútil del mundo feudal. En esa perspectiva, la Nobleza y las élites contemporáneas no pasarían de ser un punto de fijación, e incluso de irradiación, de maneras de pensar, sentir y actuar que no aprecia y ya ni siquiera entiende el hombre de hoy. Los pocos que aún les dan valor estarían inspirados por fatuos sentimientos meramente estéticos o poéticos, y los que aún se sienten realzados por ser partícipes de ellas, lo harían por un mero sentimiento de orgullo y vanidad. Nada, sin embargo, impedirá —pensarán tales lectores— que el curso implacable de la evolución histórica acabe limpiando enteramente de la faz de la tierra esas obsoletas excrecencias; y si Pío XII no ayudó al curso de la Historia —así entendido— le cabía por lo menos no levantarle obstáculos.
¿Con que intención, pues, trató tan ampliamente el Pontífice sobre este asunto en un sentido que visiblemente agrada a los espíritus contrarrevolucionarios como el de quien aquí recogió su doctrina, la anotó y la ofrece ahora a la publicidad? ¿No habría sido mejor que se hubiera callado?
La respuesta a estas objeciones igualitarias impregnadas del viejo espíritu de 1789 es muy sencilla. Quien la quiera conocer nada podrá hacer mejor sino oírla de los propios autorizados labios de aquel Pontífice. Como se verá más adelante [8] , éste indica en sus alocuciones al Patriciado y a la Nobleza romana, con espíritu de síntesis notable, el profundo sentido moral de su intervención en esta materia; realza también el papel legítimo de la Nobleza en una doctrina social inspirada en el Derecho Natural y en la Revelación; al mismo tiempo, muestra todas las riquezas de alma que en el pasado cristiano se convirtieron en características de la Nobleza y afirma que esta última continúa siendo la guardiana de dichas riquezas, añadiendo que le toca la elevada misión de afirmarlas e irradiarlas en el mundo contemporáneo, aun cuando la acción devastadora de las revoluciones ideológicas, de las guerras mundiales y de las crisis socio-económicas haya reducido in concreto a una condición modesta a muchos nobles. A éstos el Pontífice los recuerda, en más de un lugar, de modo altamente honroso la analogía de su situación con la de San José, Príncipe de la Casa de David, modesto carpintero, sin embargo, y por encima de todo, padre legal del Verbo Encarnado y casto esposo de la Reina de todos los Ángeles y de todos los Santos [9].
4. Las enseñanzas de Pío XII, escudo valioso frente a los oponentes de la Nobleza
No es imposible que algunos lectores pertenecientes a la Nobleza se pregunten qué provecho puede traerles la lectura del presente estudio. En efecto, pensarán, ¿no habían recibido ya la mayor parte de esas enseñanzas en el ambiente venerable del hogar paterno, rico en tradiciones de alto sentido formativo y moral? ¿No las habían ya practicado a lo largo de toda su vida con los ojos nostálgicamente puestos en el ejemplo de sus antepasados?
Es verdad que tal vez no estuviese tan clara en su espíritu la inapreciable raíz religiosa de estos deberes ni su fundamentación en los documentos pontificios; sin embargo, preguntarán, también, ¿en qué les enriquece el alma conocer todo eso si lo que guardaban como precioso legado doméstico les ha venido bastando para dar a su propia vida una orientación al mismo tiempo genuinamente aristocrática y genuinamente cristiana?
Un aristócrata que, alegando esos motivos, juzgase inútil el estudio de los imperecederos documentos de Pío XII sobre la Nobleza romana —tan aplicables a toda la Nobleza europea— daría muestras de una deplorable superficialidad de espíritu y de formación religiosa.
La integridad moral del católico, o se funda en el conocimiento lúcido y amoroso de las enseñanzas de la Iglesia y en una arraigada adhesión a ellas, o carece de base seria, con lo que ésta se expone a derrumbarse de un momento a otro, máxime en los días conturbados y saturados de incitaciones al pecado y a la revolución social de la actual sociedad postcristiana.
Contra las seducciones y las presiones de esa sociedad, la suave y profunda influencia de la formación doméstica no basta, a no ser que se sustente en las enseñanzas de la Fe y en la observancia efectiva de los Mandamientos, así como en la práctica asidua de las obligaciones de Piedad y en el recurso frecuente a los Sacramentos.
Dentro de esa perspectiva, es necesariamente de gran aliento para el verdadero aristócrata católico, saber que su modo tradicional de pensar, sentir y actuar precisamente como aristócrata encuentra base amplia y firme en las enseñanzas del Vicario de Cristo; y esto es tanto más verdadero cuanto que el noble, en los días de democratismo neopagano en que vivimos, está sujeto a incomprensiones, objeciones e incluso sarcasmos, a veces de tal manera insistentes que podrá encontrarse expuesto a la tentación de sentir una vil vergüenza por ser noble; de donde fácilmente nacerá en él la esperanza de eludir esa situación incómoda mediante el abandono tácito o expreso de su condición.
Las enseñanzas de Pío XII aquí publicadas y comentadas le servirán en esa eventualidad de escudo valiosísimo frente a los adversarios obstinados de la Nobleza, pues éstos se verán obligados a reconocer que el noble fiel a sí mismo, a su Fe y tradiciones, no es un extravagante que elucubró por su cuenta las convicciones y el estilo de vida que lo caracterizan, sino que todo ello procede de una fuente inmensamente más universal: la doctrina tradicional de la Iglesia Católica.
Es posible que los oponentes de la Nobleza odien dichas enseñanzas; sin embargo, no les será posible rebajarlas a la simple categoría de elucubración individual de un estrafalario, de un paladín quijotesco de lo que fue y nunca más será.
Puede ser que todo esto no persuada al objetante, pero impondrá a su ofensiva una mengua en desenvoltura y fuerza de impacto dialécticamente muy ventajosa para quien haga la apología de la Nobleza y de las élites tradicionales. Sobre todo esto es verdad si el detractor de la clase noble es un católico o —¡pro dolor!— un sacerdote.
Dentro de la crisis trágica en que se debate la Iglesia [10] —a la cual alude Pablo VI utilizando la expresión “autodemolición”, y afirmando tener la sensación de que “ha penetrado el humo de Satanás en el templo de Dios” [11]— no es difícil que esto ocurra, ni que una ofensiva contra la Nobleza —o bien contra alguna otra élite tradicional, o incluso no tradicional— pretenda apoyarse en pasajes de las Sagradas Escrituras. En ambas situaciones es de gran importancia, tanto para el noble como para el miembro de cualquiera de esas élites, apoyarse en las enseñanzas de Pío XII y en las de sus antecesores y sucesores, colocando a su oponente en la dura contingencia de confesar su error o afirmarse en expresa contradicción con las enseñanzas pontificias alegadas en esta obra.
5. Nociones intuitivas e implícitas no bastan—Riqueza de conceptos con que Pío XII trató del asunto
Se ha hecho hace poco referencia a las numerosas objeciones de las cuales es blanco la institución nobiliaria en nuestros días, y a las respuestas que a los nobles cabe tener preparadas y afiladas en su defensa.
En realidad, no les falta a quienes discuten a favor y en contra de la Nobleza una cierta noción intuitiva difusa de lo que ésta proclama ser en razón de su misma esencia, de su razón constitutiva y de su fidelidad a la Civilización Cristiana. Sin embargo, meras nociones intuitivas de ese género, habitualmente más implícitas que explícitas, no bastan como materia prima para una discusión seria y concluyente; de ahí la habitual esterilidad de tantas controversias sobre el tema.
Añádase, además, que la bibliografía contraria a la Nobleza es mucho más abundante y fácil de encontrar que la existente a su favor. Esto explica, por lo menos parcialmente, que quienes propugnan la Nobleza estén frecuentemente menos informados sobre la materia, y se muestren por ello más inseguros y tímidos que sus contrincantes.
Los aspectos principales de una actualizada apología de la Nobleza y de las élites tradicionales son desarrollados por el inolvidable Pontífice Pío XII en sus alocuciones al Patriciado y a la Nobleza romana, con la altura de mira, riqueza de conceptos y concisión de lenguaje que el lector podrá apreciar a continuación. Esto constituye un motivo más para hacer útil y oportuno el conocimiento de la presente obra.
6. ¿Alocuciones de pura cortesía social, vacías de contenido, de pensamiento y de afecto?
Probablemente habrá quien, con evidente frivolidad, se creerá dispensado de leer y ponderar las alocuciones de Pío XII al Patriciado y a la Nobleza romana alegando que son documentos de exclusiva cortesía social, vacíos de cualquier contenido doctrinal o afectivo.
Muy diferente fue el juicio de Pablo VI: “Quisiéramos deciros muchas cosas. Son muy numerosas las reflexiones que despierta vuestra presencia. Lo mismo les sucedía a nuestros venerados Predecesores —especialmente al Papa Pío XII, de feliz memoria—, los cuales en ocasiones como ésta os dirigieron magistrales discursos que os invitaban a meditar, considerando a la luz de sus admirables enseñanzas tanto las condiciones de vuestra situación como las de nuestro tempo. Queremos creer que el eco de aquellas palabras, como el viento que hincha una vela, (…) vibre aún en vuestros corazones, colmándolos de aquellas austeras y magnánimas llamadas que alimentan la vocación que la Providencia os ha marcado, y rigen el ejercicio de aquella función que la sociedad contemporánea espera que ejerzáis también hoy” [12].
Además, en cuanto a su contenido doctrinal, la mera lectura de los textos de dichas alocuciones y de los comentarios que las acompañan, hace ver toda su riqueza y oportunidad. A lo largo de estas páginas saltará a los ojos del lector que esa oportunidad, lejos de desvanecerse con el tiempo, no hace, por el contrario, sino acentuarse.
Falta decir algo sobre el contenido afectivo de las mismas. Para ello, basta mencionar estas palabras dirigidas por Pío XII al Patriciado y a la Nobleza romana en su discurso de 1958:
“Vosotros, que no dejabais de visitarnos al inicio de cada nuevo año, recordaréis sin duda la cuidadosa solicitud con que Nos ocupábamos de allanaros el camino hacia el porvenir, que se anunciaba ya entonces áspero por las profundas convulsiones y transformaciones que amenazaban al mundo. Estamos, por tanto, seguros de que cuando vuestras frentes estén también coronadas de nieve y de plata, no sólo seréis testigos de Nuestra estima y de Nuestro afecto, sino también de la verdad, fundamento y oportunidad de Nuestras recomendaciones, así como de los frutos que, según esperamos, de ellas habrán provenido para vosotros mismos y para la sociedad. En particular, recordaréis a vuestros hijos y nietos cómo el Papa de vuestra infancia y niñez no omitió indicaros los nuevos deberes que las cambiadas condiciones de los tiempos imponían a la Nobleza” [13].
Estas palabras dejan ver, sin ningún género de duda, que las alocuciones de Pío XII al Patriciado y a la Nobleza romana obedecían a altos designios, claramente definidos en la mente y en el corazón del Pontífice. Dejan ver también la importancia y durabilidad de los frutos que de ellas esperaba; al contrario, por tanto, de lo que ocurriría con alocuciones de pura cortesía social, vacías de contenido, de pensamiento y de afecto.
El aprecio de Pío XII por la Nobleza hereditaria se destaca también con peculiar brillo en las siguientes palabras dirigidas a la Guardia Noble Pontificia el 26 de diciembre de 1942:
“Nadie puede mostrarse celoso de que os tengamos un especial afecto. En efecto, ¿a quién está confiada la custodia inmediata de Nuestra persona sino a vosotros? ¿Y no sois vosotros la primera de Nuestras Guardias?
“¡Guardia! Altisonante es este nombre; ante él, el ánimo se conmueve, el pensamiento se enciende. En este nombre vibran y hablan el amor ardiente al Soberano, la fidelidad indefectible a su persona y a su causa; vibran la generosidad a toda prueba, la constancia y la valentía invencible en los peligros enfrentados a su servicio y por su defensa; hablan las virtudes que, si por una parte plasman al héroe victorioso, por otra suscitan en el Soberano estima, afecto y confianza para con su Guardia.
“Vosotros, guardia de Nuestra Persona, sois nuestra coraza, bella en virtud de aquella nobleza que es privilegio de sangre y que, ya antes de vuestra admisión en el Cuerpo, resplandecía en vosotros como prenda de vuestra devoción; porque, según el antiguo proverbio ‘bon sang ne peut mentir’ [14] .La sangre que pasa gradualmente de generación en generación en vuestros linajes es vida, y transmite consigo el fuego de aquel dedicado amor a la Iglesia y al Romano Pontífice que no disminuye ni se enfría con el cambiar de los acontecimientos, sean tristes o alegres. En los más sombríos momentos de la Historia de los Papas, la fidelidad de vuestros antepasados ha brillado con mayor esplendor y evidencia, más generosa y ardiente que en los momentos luminosos de magnificencia y prosperidad material. Siempre que el Papado se ha encontrado expuesto a los asaltos de la ambición o de la codicia, siempre que se ha visto oprimido o despojado, vuestros abuelos, ufanos de su Fe y lealtad, han cerrado filas, imperturbables frente a la sucesión de tempestades. Ninguna consideración humana, ninguna solicitación, ninguna lisonja, ninguna amenaza consiguió hacerles abandonar sus propósitos, arrancarles de su puesto ni desviarles del sendero de su fidelidad. Tan escogida tradición de virtud familiar, así como fue transmitida en el pasado de padres a hijos, continuará, no lo dudamos, comunicándose de generación en generación como herencia de grandeza de ánimo y de nobilísimo orgullo de la estirpe.” [15]
7. Documentos de valor permanente
Pero —dirá alguien por fin— después de Pío XII se inauguró para la Iglesia otra era: la del Concilio Vaticano II. Todas las alocuciones del fallecido Pontífice dirigidas al Patriciado y a la Nobleza romana cayeron así como hojas muertas en el suelo de la Iglesia, y los Papas conciliares y postconciliares no volvieron a tratar del asunto.
Tampoco esto es verdad, y para demostrarlo son mencionados en este trabajo, argumentandi gratia, expresivos documentos de los sucesores del llorado Pontífice. [16]
No nos queda, pues, sino pasar a estudiar las señaladas alocuciones de Pío XII haciendo resaltar en ellas su magnifico caudal de doctrinas.
[1] Cfr. PLINIO CORRÊA DE OLIVEIRA, Revolución y Contra-Revolución, Editorial Fernando III el Santo, Bilbao, 1978, pp. 37-45 y 65-73.
[2] Cf. Capítulo IV, 8; Capítulo V, 6.
[3] El Patriciado romano se subdividía en dos categorías: a) Patricios romanos, que descendían de aquellos que habían ocupado en la Edad Media cargos de gobierno civil en la Ciudad Pontificia; y b) Patricios romanos conscritos, los cuales pertenecían a alguna de las sesenta familias que el Soberano Pontífice había reconocido como tales en una bula especial, en la cual se las citaba nominalmente. Constituían la flor y nata del Patriciado romano.
La Nobleza romana estaba también subdividida en dos categorías: a) Los nobles que descendían de los feudatarios, es decir, de las familias que habían recibido un feudo del Soberano Pontífice; y b) los nobles simples, cuya nobleza les venía de haberles sido atribuido un cargo en la Corte, o directamente de una concesión pontificia.
De las alocuciones de Pío XII al Patriciado y a la Nobleza romana, las de 1952 y 1958 compendiaban todo lo que el Pontífice dijo en las anteriores. En 1944 hubo una alocución extraordinaria, pronunciada el 11 de julio, en la cual Pío XII agradeció a familias de la Nobleza de Roma la ofrenda de una generosa suma de dinero para ayuda a los necesitados. Entre 1953 y 1957, Pío XII no hizo alocuciones al Patriciado y a la Nobleza romana; las reanudó más tarde al pronunciar una alocución en enero de 1958. El Pontífice falleció el 9 de octubre de ese año.
[4] Cfr. PNR 1943.
[5] Cfr. Capítulo IV, 3 y 7; Capítulo VI, 2, b.
[6] Cfr. Capítulo V, 2.
[7] Cfr. Capítulo III, 3 y 4. Pueden encontrarse también esclarecedores fragmentos de documentos pontificios en el Apéndice II.
[10] La bibliografía sobre este tema es vasta. Véanse especialmente: Vittorio MESSORI a colloquio con il Cardinale Joseph RATZINGER, Rapporto sulla fede, Edizioni Paoline, Milano, 1985, 218 pp.; Romano AMERIO, Iota unum—Studio delle variazioni della Chiesa Cattolica nel secolo XX, Riccardo Ricciardi Editore, Milán-Nápoles, 1985, 656 pp. A título de ejemplo, se mencionan a continuación algunas obras más que hacen
referencia a dicha crisis: Dietrich von HILDEBRAND, Le cheval de Troie dans la cité de Dieu, Beauchesne, Paris, 1970, 239 pp.; Dr. Rudolf GRABER, Obispo de Regensburg, Athanasius und die Kirche unserer Zeit, Verlag und Druck Josef Kral, Abensberg, 1973, 87 pp.; Dietrich von HILDEBRAND, Der verwüstete Weinberg, Verlag Joseph Habbel, Regensburg, 1973, 247 pp.; Cornelio FABRO, L’avventura della teologia progressista, Rusconi Editore, Milano, 1974, 322 pp.; Cornelio FABRO, La svolta antropologica di Karl Rahner, Rusconi Editore, Milano, 1974, 250 pp.; Anton HOLZER, Vatikanum II: Reformkonzil oder Konstituante einer neuen Kirche, Saka, Basel, 1977, 352 pp.; Wigand SIEBEL, Katholisch oder konziliar: Die Krise der Kirche heute, Langen Müller, München-Wien, 1978, 469 pp.; Cardinal Joseph SIRI, Gethsemani Réfléxions sur le mouvement théologique contemporain, Téqui, Paris, 1981, 384 pp.; Enrique RUEDA, The Homosexual Network, The Devin Adair Company, Old Greenwich, Connecticut, 1982, 680 pp.; Prof. Dr. Georg MAY, Der Glaube in der nachkonziliaren Kirche, Mediatrix Verlag, Wien, 1983, 271 pp.; Richard COWDEN-GUIDO, John Paul II and the Battle for Vatican II, Trinity Communications, Manassas, Virginia, 1986, 448 pp.
[11] “La Iglesia atraviesa hoy un momento de inquietud. Algunos se ejercitan en la autocrítica, se diría que hasta en la autodemolición. Es como una agitación interior aguda y compleja que nadie esperaría tras el Concilio (…) La Iglesia es también golpeada por quienes forman parte de ella” (Discurso al Pontificio Seminario Lombardo, 7/12/1968 in Insegnamenti di Paolo VI, Tipografia Poliglotta Vaticana, vol. VI, p. 1.188).
“Refiriéndose a la situación de la Iglesia de hoy, el Santo Padre afirma tener la sensación de que ‘por alguna fisura ha penetrado el humo de Satanás en el templo de Dios’ ” (Homilía Resistite Fortes in fide, 29/6/1972 in Insegnamenti di Paolo VI, vol. X, p. 707).
[12] PNR 1964. Insegnamenti, vol. II, p. 73.
[13] PNR 1958, p. 708.
[14] La buena sangre no puede defraudar.
[15] Discorsi e Radiomessaggi, vol. IV, pp. 349-350.
[16] Cfr. Capítulo I, 6; Capítulo IV, 11.
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