Una súplica para las élites de hoy

17/01/2011

El bien común requiere sus sacrificios

No hay duda de que las elites derivadas directamente del orden natural —surgidas orgánicamente de la propia vida de una nación o un grupo social— tienen una tarea a cumplir a favor del bien común. Su propia existencia les impone estar dispuestas a sacrificarse en toda la medida en que esta tarea se lo demande, y a esmerarse en ella tanto cuanto lo requiera su perfecto cumplimiento. Pues sería absurdo imaginar que Dios creó el orden natural tan sólo para beneficiar a personas que buscan el placer y se apropian, para su exclusivo beneficio, de bienes cuya privación crea infelicidad y miseria para todos.

De otro lado, si el progreso y la “evolución” son procesos ascensionales, ellos sólo pueden ocurrir mediante los sacrificios de bienes del alma o del cuerpo que tal ascensión demande. Mover a los hombres en un rumbo ascensional requiere un esfuerzo penoso, al que gran parte —en verdad, la mayor parte— de la humanidad es más o menos refractaria.

Este amplio esfuerzo ascensional debe ser cumplido a nivel nacional, regional, e incluso entre familias e individuos, por personas o pequeños grupos especialmente dotados por naturaleza y por la gracia, los cuales buscan perfeccionarse tan intensamente a sí mismos y a su ambiente, que se convierten en las fuerzas conductoras del mejoramiento individual y del progreso colectivo. En una palabra, ellos son el fermento, los otros son la masa.

Imaginar que el fermento es enemigo de la masa porque se distingue de ella, porque sube más rápidamente, porque levanta todo aquello sobre lo cual actúa, en suma, porque él es la fuerza conductora y el estímulo; imaginar que la masa sufre viéndose a sí misma elevada y aumentada de esa manera, es combatir el progreso, vaciar la evolución, paralizar la vida e imponer a todo el cuerpo social los tormentos del tedio, la ociosidad y la inutilidad.

Estas reflexiones son apoyadas por las enseñanzas del Divino Maestro, quien, al explicar a sus discípulos su misión predominantemente eclesiástica, dijo: “Vosotros sois la sal de la tierra. Pero si la sal se vuelve sosa, ¿con qué la salarán? No sirve más que para tirarla fuera y que la pise la gente. Vosotros sois la luz del mundo. No se puede ocultar una ciudad puesta en lo alto de un monte. Tampoco se enciende una vela para meterla debajo del celemín, sino para ponerla en el candelero y que alumbre a todos los de casa. Alumbre así vuestra luz a los hombres para que vean vuestra buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en el cielo” (Mat. 5:13-16).

A su modo, las clases dirigentes son también una “sal de la tierra”: siendo la cabeza de la sociedad, les cabe la grave responsabilidad de ser los modelos, ejemplos y guías de esta. El orden social se sustenta necesariamente en el orden moral: sin orden moral, desaparece el orden social. Y donde las elites dejan de dar el ejemplo moral, la sociedad decae inexorablemente.

Pero además, como afirma el prof. Plinio Corrêa de Oliveira en su magistral ensayo Revolución y Contra-Revolución (Parte II, Cap. XI, 1), Una autoridad social que se degrada también es comparable a la sal que no sala. Sólo sirve para ser arrojada a la calle, para que sobre ella pisen los transeúntes (Cfr. Mt.. 5, 13). Así lo harán, en la mayoría de los casos, las multitudes llenas de desprecio”.

Por eso puede decirse que, hoy más que nunca, el mundo necesita de verdaderas elites, profundamente compenetradas de su misión.

Share

Comments on this entry are closed.