Lo que no debemos olvidar los católicos: cómo fue, en concreto, la Civilización Cristiana

14/02/2014

En la Edad Media se respiraba un ambiente de Fe – El arte religioso tuvo un ascenso incomparable

Catedral de Paris reducida

Los reyes eran coronados por los Obispos y aún por el Sumo Pontífice y juraban defender la Iglesia y la Civilización Cristiana

Los legendarios jefes de la primera Cruzada, convocada por el Beato Papa Urbano II, recuperaron el Santo Sepulcro de manos de los musulmanes y fundaron nuevos reinos cristianos en Tierra Santa

En un ambiente luminoso y calmo, el trabajo en las viñas. Al fondo, las elegantes torres del Castillo de Saumur – abajo, la fortaleza llamada “Krak des Chevaliers”, en Oriente

                   En la ilustración de abajo, San Luis IX, de Francia, Rey y cruzado, fundador de la Universidad de Paris – A continuación, el Doctor Angélico, Santo Tomás, y más abajo el ambiente de la Universidad de Marburg, en Alemania – En todo se nota la búsqueda de lo sublime y lo sacral

                      Las murallas formidables que publicamos más abajo son las de Angers, construidas también por San Luis

 

LA CRISTIANDAD, PROMESA QUE SE HIZO REALIDAD EN LA EDAD MEDIA

 

El magisterio pontificio tradicional, acorde a la verdad histórica,  enseña que la civilización cristiana es una realidad posible de ser alcanzada por los hombres en esta tierra, y que tuvo vigencia concreta en diversas épocas y lugares, sobre todo en la Edad Media, como lo afirma León XIII (Encíclica “Immortale Dei”, l.XI.1885 – “Bonne Presse”, París, vol. II, p. 39).

Para el católico fiel, especialmente para quien tiene la misión de cumplir un rol dirigente en la sociedad, o en su ambiente, es importante tener en claro que luchar por ese ideal no constituye una utopía.

Lo expresa San Pío X cuando dice: “(…) la civilización no está por inventar, ni la ciudad nueva por construir en las nubes. Ha existido, existe; es la civilización cristiana, es la ciudad católica. No se trata más que de instaurarla y restaurarla sin cesar sobre sus fundamentos naturales y divinos contra los ataques siempre nuevos de la utopía malsana, de la revolución y de la impiedad: omnia instaurare in Christo” (Notre Charge Apostolique; el destaque es nuestro).

Podemos tener una idea más clara y tangible analizando el presente texto del Manual de Historia General de la Iglesia del renombrado historiador alemán Joseph Hergenröther, que unía a su carácter de académico de la Historia su sabiduría de Cardenal de la Santa Iglesia. Destacamos algunas afirmaciones.

Hablando del período que transcurre desde el pontificado de San Gregorio VII (2ª mitad del siglo XI), hasta el atentado de Anagni contra el Papado, a comienzos del siglo XIV, dice el Cardenal que ese tiempo nos muestra “el pleno desarrollo de la Cristiandad occidental como una gran comunidad de pueblos, una familia de naciones bajo la suprema dirección del poder espiritual” católico. Que la dirección espiritual, lejos de reducir sus potencialidades, “la tornó capaz y la convocó a realizar empresas comunes”.

Entonces, el universalismo de la Iglesia triunfó sobre el individualismo de las varias naciones, que “habían recibido de Ella su cultura común”.

I) Es la época del máximo desarrollo del poder del primado papal, que se empeña con buen resultado en lograr “subordinar lo terrenal a lo celestial y hacer valer en todos los órdenes la ley de Cristo”.

A pesar de ello, el pecado original y las malas tendencias de los hombres no desaparecen de la tierra. Y ese espíritu que encarna San Gregorio VII, íntimamente ligado al impulso de reforma que irradia desde el siglo X la Abadía de Cluny, que repercute en numerosos monasterios, especialmente benedictinos, y va regenerando el Clero y la sociedad civil en toda Europa, despertará luchas y rebeliones.

Contra ese espíritu regenerador se insurge quien, en el orden temporal, ocupaba el primer lugar en la Cristiandad: el Emperador Enrique IV del Sacro Imperio Romano Germánico.

Por eso dice el Cardenal que  también es la época “del naufragio del Imperio que, volviéndose infiel a su razón de ser, se desangró en luchas estériles fragmentándose a causa de sus políticas erradas”.

 

II) Es, también, “la época de las cruzadas y de los intentos de volver a reunir firmemente Oriente a Occidente”. Ambas cosas iban de la mano, pero la pertinacia de los promotores del cisma greco-ortodoxo, sumada a la resistencia del Islam, no permitieron que tales intentos tuvieran pleno suceso.

 

III) Tiene gran belleza histórica la circunstancia de que también es “la época del surgimiento y desarrollo de las Universidades, del florecimiento de los estudios de Derecho, de la Escolástica y de un pujante ascenso en el arte religioso”.

 

IV) Particularmente fecundo y promisorio es el hecho de que constituye también “la época en que tanto la Caballería como la Burguesía, poseídas del espíritu de Fe, actuaban mancomunadamente en grandiosas uniones…”.  

Sólo la Iglesia Católica es capaz de hacer que Caballeros y burgueses, en lugar de enfrentarse en luchas autofágicas, actuaran “mancomunadamente, en grandes uniones”. ¿Dónde reside el secreto? En que ambas se encontraban “poseídas del espíritu de Fe” de una época abierta a las gracias del Espíritu Santo, que bajaban copiosamente por la gran devoción medieval a la Ssma. Virgen, Medianera de todas las Gracias.

Mientras esto se daba, “… nuevas Congregaciones religiosas cubrían ampliamente las necesidades del mundo cristiano, llevaban adelante con éxito la lucha contra las sectas más peligrosas, y conquistaban para la Iglesia nuevos espacios”.

“Sacerdocio, Caballería y Burguesía actúan concertadamente; la política, la ciencia y el arte, así como toda la existencia, están penetradas del espíritu cristiano y en plena armonía”, dice el gran historiador.

La unión de espíritu y objetivo entre dos esferas distintas y armónicas, la espiritual y la temporal, daba unidad y fuerza al edificio socio-político: “Entrar en conflicto con los principios de la Iglesia significa contradecir el orden del Estado”.

Un espíritu contaminado por la Revolución gnóstica e igualitaria que pervade la cultura actual podrá pensar que este orden era rígido y asfixiante. Nada más errado:

Dos ideas eran, para todos, las más altas, por las cuales estaban dispuestos a jugarse la vida: libertad y religión (Juan de Salisbury, Carta 193). Ambas se sustentan recíprocamente”.

La Iglesia, que personificaba la Religión, protegía también la libertad.”

Un ejemplo de esto, que continuó en América durante el período hispano-indígena, era que los perseguidos por el poder político buscaban asilo en las Iglesias, y ahí, en el santuario, recibían amparo (término que en inglés –“sanctuary”- significa dar amparo, asilo, refugio).

“El bien más alto y eminente era la religión, a la que también la libertad estaba subordinada, encontrando en ella su apoyo y sus límites”.

¡Admirable equilibrio! La Religión Católica defendía la libertad, que a su vez encontraba en ella apoyo y necesarios límites. Qué distancia de esta realidad simple y lógica a las concepciones colectivistas o de liberalismo radical, con su falsa alternativa de autoritarismo o anarquía…

Concluye el texto mostrando la admirable grandeza del hombre medieval y cristiano común, y del integrante fiel de la Jerarquía eclesiástica (cabeza de un Clero que pasaba por graves crisis):

“Estar sometido únicamente a la Ley de Dios, que enseñaba el recto uso de la libertad terrenal, resistir a la injusticia, aunque estuviese representada por el príncipe más poderoso, constituía la gloria y el ornato del hombre grande y libre. Salvaguardar la libertad de la Iglesia era el primer deber y la honra más bella de sus Pastores (Petrus von Blois, carta 10).

 

Fuente: Joseph Cardinal Hergenröther, „Handbuch der allgemeinen Kirchengeschichte“, 3ª ed., Herder, Freiburg in Breisgau, 1886, t. II, pp. 208-9

 

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