Parte III – Documentos II – Alocución de S.S. el Papa Benedicto XV al Patriciado y a la Nobleza romana

27/11/2021

Alocución de Benedicto XV al Patriciado y a la Nobleza romana – 5 de enero de 1920 [1]

 

En la reciente conmemoración del aniversario de la Natividad de Nuestro Señor Jesucristo ha resonado una vez más nuestra Fe con el canto celestial de los Ángeles glorificando a Dios y a la Paz. Desde aquel dichoso día en adelante no han cesado de hacerse oír junto a Nos, como un armonioso concierto, las voces de felicitación y afecto que nuestros hijos lejanos, y mucho mus los próximos, han querido hacer llegar a la humilde persona de Aquel en quien, así como distinguen que se perpetúa la misión de Cristo, también desean ver continuadas Sus promesas y beneficios.

Mas, del mismo modo que tras haber disfrutado de un concierto, se aprecia y se saborea aún mejor la voz de quien repite y desarrolla en un solo las notas del coro, así también, tras las felicitaciones que nos alegraron en el reciente periodo Navideño. vuelve a Nos aún más grata la bien conocida voz del Patriciado y de la Nobleza Romana modulada por Vos, Señor Príncipe, con los acentos de Fe y de calor tradicionales en las nobles Casas de Roma.

V. Excia. ha reconocido como tristes y graves los años que se han cerrado y los que van a abrirse; pero, dado que exactamente ante este aspecto de tanta tristeza ha invocado V. Excia. los consuelos y ayudas del Cielo sobre el sufrido curso de Nuestro Pontificado, Nos os damos gracias, señor Príncipe, y las damos del mismo modo a todos los Patricios y Nobles de Nuestra Roma que, o han venido aquí para acompañar vuestras felicitaciones, o se asocian a ellas desde lejos porque no les ha sido posible acudir ante este Trono, al cual sus antepasados sirvieron lealmente y al cual sus linajes permanecen fieles.

Os agradecemos también las palabras que habéis tenido a bien dirigirnos en cuanto Sumo Sacerdote, al lanzar una mirada retrospectiva a la obra ardua, combatida, menospreciada de la Iglesia Católica durante el más tremendo de los cataclismos humanos. Nuestro corazón se complace en realzar que, mientras vuestro acto de homenaje se dirigía a la Cabeza del Sacerdocio Católico, vuestro elogio, elevado a la categoría de manifestación colectiva de esta noble clase, se volvía bella y oportunamente hacia los más directos y fieles intérpretes de Nuestros sentimientos en medio de las multitudes, es decir, hacia los miembros del Clero.

El Clero, amadísimos hijos, no es una organización de guerra sino de paz; no puede atender a obras de guerra sino únicamente a pacíficas empresas. Esto no obstante, su apostolado, aun en medio del choque terrible de la guerra le abre múltiples vías para hacer el bien obrar y adquirir méritos.

Por eso lo habéis visto en los campos de batalla, animando a los vacilantes, consolando a los moribundos, acompañando a los heridos; lo habéis visto en los hospitales recogiendo los últimos suspiros, limpiando las manchas de las almas, reerguiendo a los traspasados por el dolor, confortando en las largas y peligrosas convalecencias, reavivando el sentido del deber, protegiendo contra los insensatos aprovechamientos de la desgracia ajena; lo habéis visto sostener frecuentemente solo y siempre inadvertido, en las despojadas casas de los pobres, en las aldeas olvidadas, entre el pueblo desanimado, en medio de multitudes de fugitivos, el ánimo de los más golpeados por la necesidad, la suerte de las viudas, el porvenir de los refugiados, la capacidad de resistencia de las masas; lo habéis visto ser, además, en medio de las persecuciones, de las calumnias, del exilio, de las prisiones, de la pobreza, de los muertos, oscuro héroe del gran drama, paciente predicador del deber junto a cada una de las partes contendientes, ejemplo de sacrificio, víctima de odios, objeto de envidias, imagen de Buen Pastor.

Lo habéis visto, ¡oh amados hijos!…

Mas mientras vosotros, Patriciado Romano, reconocíais con vuestro digno representante, que “el sacerdote, a costa de cualquier sacrificio daba todo de sí por el bien del prójimo”, también Nos reconocemos otro sacerdocio semejante al sacerdocio de la Iglesia: el de la Nobleza. Junto al regale Sacerdotium de Cristo, vosotros, oh nobles, habéis sido elevados a la condición de genus electum de la sociedad; y vuestra actuación ha sido la que, por encima de cualquier otra, más se ha asemejado a la del Clero y ha emulado su obra. Mientras el sacerdote, con su palabra, con su ejemplo, con su valor, con las promesas de Cristo, asistía, sostenía y confortaba, la Nobleza cumplía también su deber en los campos de batalla, en las ambulancias, en las ciudades, en los campos; y, combatiendo, asistiendo, prodigándose o muriendo, entre viejos y jóvenes, entre hombres y mujeres, mantenía la fidelidad a las tradiciones de las glorias pasadas y a las obligaciones que su condición impone.

Por lo tanto, si grato Nos resulta el elogio hecho a los sacerdotes de nuestra Iglesia por la obra realizada en el doloroso periodo de la guerra, es cosa justa que Nos rindamos también la debida alabanza al sacerdocio de la Nobleza. Uno y otro sacerdocio son ministros del Papa porque en horas tristísimas han interpretado bien sus sentimientos. Por eso, mientras Nos asociamos al elogio que el Patriciado Romano ha querido hoy rendir a los sacerdotes de la Iglesia, Nos tributamos igual alabanza, en nombre de estos últimos, a la obra de celo y candad realizada en el mismo periodo de la guerra por los más ilustres miembros del Patriciado y de la Nobleza romana.

Queremos, sin embargo, abriros aún más nuestro corazón, oh amadísimos hijos. La conflagración mundial parece estar lanzando por fin sus últimas llamaradas; por eso el Clero está volviendo a los trabajos de la paz, más conformes con la índole de su misión en el mundo. Pero, por el contrario, la obra de iluminado celo y de eficaz caridad que los nobles han emprendido sabiamente durante el periodo de la guerra no terminará ni siquiera tras la firma de ningún tratado de paz. ¡Y cómo no habremos Nos de decir que el sacerdocio de la Nobleza —por ser aquel que proseguirá sus obras beneméritas también en tiempo de paz— será visto por Nos con particular benevolencia! ¡Ah, del ardor del celo desplegado en días nefastos, deducimos con complacencia la constancia de propósitos con que los Patricios y los Nobles de Roma continuarán realizando en horas más felices las santas empresas con que se alimenta el sacerdocio de la Nobleza!

El Apóstol San Pablo amonestaba a los nobles de su tiempo para que fueran o volvieran a ser como su condición lo exigía. Sin embargo, no satisfecho con haberles dicho que debían ser modelo en el obrar, en la doctrina, en la pureza de costumbres, en la gravedad [de su conducta], —“in ómnibus te ipsum praebe exemplum bonorum operum in doctrina, in integritate, in gravitate” (Tit. II, 7)— San Pablo consideraba más directamente a los nobles cuando recomendaba a su discípulo Timoteo que amonestara a los ricos (“divitibus huius saeculi praecipe”) para que hicieran el bien y se enriquecieran de buenas obras (“bene agere, divites fieri in bonis operibus”) (I Ti. VI, 17).

Se puede afirmar con razón que estas advertencias del Apóstol convienen también admirablemente a los nobles de nuestra época. Cuanto más elevada es, amadísimos hijos, vuestra condición social, tanta mayor obligación tenéis de caminar delante de los demás con la luz del buen ejemplo (“in ómnibus te ipsum praebe exemplum bonorum operum”).

Siempre ha apremiado a los nobles el deber de facilitar la enseñanza de la verdad (“in doctrina”); pero hoy —cuando la confusión de las ideas, compañera de las revoluciones de los pueblos, ha hecho perder en tantos lugares y a tantas personas las verdaderas nociones de derecho, justicia y caridad, de religión y de patria— ha aumentado aún más la obligación que tienen los nobles de empeñarse en reintegrar al patrimonio intelectual de los pueblos aquellas santas nociones que nos deben dirigir en las actividades cotidianas. Siempre ha apremiado a los nobles el deber de no admitir nada indecoroso en sus palabras o actos, para que su ligereza no sea para sus subalternos incitación al vicio (“in integritate, in gravitate”); pero, ¡qué duro y grave se ha vuelto hoy este deber por la malicia de nuestra época! Por eso, no sólo los caballeros, sino también las señoras, están obligados a unirse fuertemente en santa liga contra las exageraciones y torpezas de la moda, alejando de sí y no tolerando en los demás aquello que las leyes de la modestia cristiana no consienten.

Y para que los Patricios y Nobles de Roma lleguen a realizar aquello que hemos dicho que San Pablo había recomendado más directamente a los nobles de su tiempo —“Divitibus huius saeculi, praecipe… bene agere, divites fieri in bonis operibus”— a Nos basta con que continúen modelándose durante la paz según aquel espíritu de caridad del cual han dado hermosas pruebas durante la guerra. Las necesidades del momento en el cual ha de desarrollarse su acción y las condiciones particulares de cada lugar podrán determinar múltiples y diferentes formas de caridad; pero, ¡oh amadísimos hijos!, si no olvidáis que se debe tener también caridad para con el enemigo de ayer si hoy languidece en la miseria, mostraréis haber hecho vuestro el “bene agere” de San Pablo, os enriqueceréis con las abundancias prometidas por el mismo Apóstol (“divites fieri in bonis operibus”) y continuaréis haciendo apreciar la sublimidad de aquello que hemos llamado “sacerdocio de la Nobleza”.

¡Oh qué dulce, qué suave Nos es contemplar los admirables efectos de esta bien deseada continuidad! Vuestra nobleza no será, pues, considerada como una inútil supervivencia de tiempos ensombrecidos, sino como levadura reservada para resucitar a la sociedad corrompida; será faro de luz, sal de preservación, guía de los extraviados; será inmortal no sólo en esta tierra, donde todo —hasta la gloria de las más ilustres dinastías— se marchita y entra en ocaso, sino también en el Cielo, donde todo vive y se deifica con el Autor de todas las cosas nobles y bellas.

Cierra el Apóstol San Pablo sus advertencias a los nobles de su tiempo, diciendo que los tesoros adquiridos gracias a las buenas obras les abrirán para sí las puertas de la Mansión Celestial, donde se goza de la vida verdadera, “ut aprehendant veram vitam”. Nos, por nuestra parte, para retribuir las felicitaciones que el Patriciado y la Nobleza de Roma han traído para Nos al principio de este nuevo año, rogamos al Señor que haga descender sus bendiciones no sólo sobre los miembros de la ilustre clase aquí presentes, sino también sobre aquellos que se encuentran lejos y sobre las familias de cada uno, a fin de que todos cooperen, con el sacerdocio propio de su clase, a la elevación, purificación y pacificación del mundo y, haciendo el bien a los demás, aseguren también para sí la entrada al Reino de la Vida Eterna: “Ut aprehendat veram vitam!”.

NOTAS

[1] “L’Osservatore Romano”, 5-6/1/1920.

Texto descargado de www.pliniocorreadeoliveira.info

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