Sentido del ser, cabildante mítico, sumergidas monedas de oro, cortesía ejemplar de un ordenanza – Rincón de la Conversación

07/06/2014

Rincón boletín 12 de la conversacion junio14

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RINCON DE LA CONVERSACION – Sentido del ser y valor de las situaciones intermedias

La troupe de amigos del Alto de las Mercedes había encontrado un motivo más de sana alegría, de buena convivencia, que inesperadamente había despertado muchos sentimientos y anhelos arraigados en el fondo del alma.
Las cabalgatas se habían hecho más entretenidas y ricas, más inteligentes, dando lugar a observaciones, indicaciones y descubrimientos. Tal piedra que parecía un león echado –de los nuestros, más parecido al gato, sin la majestuosa melena de su pariente africano, pero bravo y “soberbio”, como se decía en tiempos de nuestros abuelos. Tal subida u hoyada hasta entonces inadvertida, recibía un nombre: “de la salvia morada”, “de la piedra blanca”… Determinado tala u algarrobo de ramaje potente a cuyo abrigo se notaba la presencia furtiva de gente de a caballo, que imaginábamos sentados sobre piedras alrededor del fuego, “el árbol de los cuatreros”.
Algunos participantes de la tertulia, como había pedido Pablo, comenzaban a redactar sus notas, sus impresiones, base de preciosa literatura y de prometedores actos de “ascensio mentis ad Deum”, fuente de amor a Dios en la escuela del simbolismo victorino.
La vida se había enriquecido y cierta nostálgica monotonía de las tardes dominicales –como las vivió Santa Teresita en el gótico Lisieux de su infancia- había mermado, sin duda con la preciosa intercesión de aquella que prometió enviar “una lluvia de rosas” desde el Cielo. -¿Cuándo? ¿Cómo?

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Rosas que no eliminan la felicidad sutil de cargar la cruz, que lleva a San Luis de Montfort a decir: “point de croix…¡quelle croix!”: si no hay cruz…¡qué cruz!
Pues –decía otro amigo-, “esto es un valle de lágrimas”. Suavizado por Nuestra Señora, que a sus hijos concede en su bondad, “croix confites”, cruces confitadas, según el mismo Père de Montfort.

LOS APUNTES DE PABLO
Tuve el privilegio de que Pablo me diera un pequeño diario hablado de aquellas reuniones que marcaran tanto su alma y que dispararon en el grupo el viento renovador de la contemplación del mundo que nos rodea, mucho más interesante que las imitaciones de utilería, frecuentemente envenenadas, transmitidas por aparatitos y pantallas cada vez más absorbentes.
Me hablaba de ese “sentido del ser” con el que nacemos, que hace que, al ver un ser o un objeto dignos de admiración, pensemos instintivamente en cómo sería en su plenitud: un caballo “perfecto”, un caballero “perfecto”, un agua “perfecta”, dignos del Paraíso terrenal, y de ahí para arriba.

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-En mi caso –le comento- recuerdo cómo me impactó una figura de esas que de niños coleccionábamos en álbums, que nunca se borró de mi “cámara del tesoro”.
Era la de un hombre alto y esbelto, algo charcón, levemente moreno, vistiendo traje de terciopelo como de musgo azulado, en que brillaba una corbata como de impecables gasas blancas puntilladas, medias hasta la base de la rodilla, del mismo color, zapatos de hebillas relucientes, pesada capa sostenida con elegancia, bastón –en realidad, vara- rematado en plata, mirando de frente sin arrogancia pero con autoridad.
-Tenía vara… ¿era un juez? preguntó Pablo.
-Sí, era un juez que cuando iba con su vara nadie le desobedecía, y que desempeñaba un haz de roles. Vecino, de los que hicieron patria desde el 1500, la era de las fundaciones, que al sostener las ciudades contra los indios del Chaco y la carestía sostuvieron la nación y le dieron continuidad durante la Emancipación. Integrante del selecto órgano concejil que era el alma de las ciudades hasta que el centralismo de diversos ropajes y rótulos acabó con ellos en el siglo XIX.
-¿Qué era, finalmente?

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-Era: el cabildante. La palabra, unida a la imagen, tiene para mí un sonido especial, de matices aristocráticos; evoca muchas cosas difíciles de transmitir, algunas de las cuales me han salido del alma.
-Sin duda hay grandes valores en el tipo humano que has admirado y te ha marcado tanto. Y a propósito, aquí va algo que tengo en mis apuntes y lo aplico al enigmático personaje.

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El cabildante –ya fuese juez (el alcalde de primero o segundo voto), o miembro del concejo (regidor)- , era, como bien dices, un vecino de jerarquía.
Pesaban sobre él estrictas obligaciones feudatarias: tener casa poblada y residir en la ciudad, finca trabajada y encomienda de indios –muy distintas de lo que la propaganda igualitaria difunde.
Constituir la sociedad culta de la urbe, hacer producir la tierra, amar, amparar y educar a los indios, sobre todo en la Fe, y defenderla con su sangre, armas, hijos y protegidos (como un señor feudal), hacía de él un promotor nato de verdadero progreso.
Por eso dice Levillier que los intereses de los calumniados encomenderos eran los de la sociedad toda. Sin ellos, las ciudades no habrían subsistido; el país no existiría.
Pero por encima de él, en la escala social, había otros personajes de mayor brillo. El Gobernador, con asiento en la capital de su Gobernación –Santiago del Estero o Buenos Aires, en lo que es hoy Argentina-, los Oidores de la Real Audiencia, el Virrey de Lima, y en la cumbre –simplificando mucho-, la Alta Nobleza y el Rey. Algo similar se daba en las jerarquías del Clero…

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La situación de vecino era muy expectable. Pero –y eso va al punto- correspondía a una situación intermedia: cabeza de una estirpe, “padre de la patria” –así llamaban a estos beneméritos-, estanciero, viñatero o finquero, guerrero de la milicia capitular: consagrado por estado al bien común.
Más abajo estaban los hombres comunes, en una serie de gradaciones de todo tipo. Cada condición, modesta o no, cada grupo social, incluyendo a los esclavos, era celoso de su identidad, tenía sus santos protectores, sus fraternales cofradías, sus costumbres, y no quería verse confundido ni descaracterizado, menos aún masificado.
En tiempos de los reyes no existía la masa ni sus hacedores, los demagogos. Talleyrand confesó: “quien no conoció Francia antes de la Revolución Francesa, no conoce la dulzura de vida”. Algo similar ocurrió en todo Occidente.

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Era una sociedad familiar y jerárquica en que cada uno era alguien, y eso es lo importante. Como ese armero que el Marqués de Cañete, Virrey del Perú, en sus salidas en mula por los barrios de Lima, vio trabajando en traje de gala. Y acercándose a él a conversar, resultó ser otro Mendoza, por lo que el Virrey ya lo tomó como pariente; y, para que no arruine su buen traje, le regaló un corte de género que le había traído la Virreina de España para hacerse un ropaje de trabajo.
El cabildante pertenecía a una categoría alta, y sin embargo, intermedia. En una sociedad orgánica, cada uno se ufana sanamente de estar en la condición en que las circunstancias queridas o permitidas por Dios lo pusieron. Pues lo importante no es “ser importante”, lo importante es ser.
El universo está lleno de variedades jerárquicas, pues Dios –dice Santo Tomás- no podía crear seres monótonos e iguales como reflejo de su belleza.
Los felinos, por ejemplo, ¡qué espectacular variedad! Así es también una civilización cristiana como la que tuvimos, a pesar de sus carencias y defectos, pues sólo hay Uno que es infinitamente perfecto y que se presentó a Moisés diciendo: Ego sum qui sum, “Yo soy el que soy…”. De El deriva la nobleza y dignidad de los seres creados, Angeles, hombres…
El ejemplo de tu cabildante enseña una verdad no siempre apreciada por los hombres de hoy. La belleza y dignidad de pertenecer a una categoría intermedia. No todo es “super”; no todo es “premium”.
Ahora todo debe ser “premium” o no vale nada. Son cosas de jet set, de grandes snobs y de arrivistas mareados porque su buena patada o su impudor les da celebridad y fortuna.
Así estamos…

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Pero no seamos deterministas. Esto debe y en algún momento va a cambiar. Cuando las clases y personas llamadas a cumplir su rol dirigente se decidan a oír el llamado de Pío XII. ¿Cuándo? es un secreto de Dios. Quizás cuando el caos sea insoportable y llegue “la hora de la Providencia” (ver “El libro de la Confianza”, el Padre Saint-Laurent).

LA CRONICA DE MARIA TERESAVelazquez-AguadorUffizi
-Te cuento –me dijo Mariate- que sin que Federico lo advirtiera, estuve prestando atención a una escena de la vida diaria, una rutina que hacemos siempre que él no está cumpliendo sus obligaciones en el campo sino las del hogar.
Nada fue planeado. Estábamos tomando el desayuno… La luz generosa de este otoño primaveral entraba por la ventana. Pegaba en un vaso de agua, redondo, común –no como algunas copas de Velásquez, Rembrandt o Chardin. Pero ¡cuántas cosas “pasaban” en ese vaso!
Estaba lleno hasta la mitad. El sol prendía en el agua fuegos de oro. Hacía círculos de un color que era por momentos plata y por momentos oro. Había franjas semejantes a los rayos del sol jesuítico, pero fugaces. Aparecían y desaparecían, como el agua que acaricia el bote que flota en los muelles del Paraná. Las franjas eran celestes y luminosas.

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Las medallas y monedas que dibujaba el sol en el vaso, también de oro o de plata, como las de los reyes medievales o las del Señor de Lepanto y el Escorial, dejadas en el fondo por algún galeón de Su Majestad que resistió a los piratas.

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Asimismo, como arenas doradas había puntitos, mejor diría “chispitas” o pepitas de oro. ¡Todo eso en un simple vaso de agua!
Federico, sentado contra la ventana, proyectaba sombra como si fuese un cerro sobre la “pampa” de la mesa. En la sombra brillaban varios objetos.

charles-i-king-of-england-at-the-hunt.jpg!BlogUnas tazas de diario, peruanas, cilíndricas, pero que con el asa forman como un brazo de mosquetero apoyado sobre el pomo de una espada, o el del Carlos I de Van Dyck –que da un real codazo a la Revolución.

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Las cucharitas y la azucarera reflejaban su luz y sus gajos y curvas labradas.
En la pared, en un espejo que parece de plata, de los que venden los altoperuanos en las veredas de las confiterías salteñas (cuando no están vendiendo charangos), brillaban los “botones” artesanales que, como un collar de redondas “islitas” enmarcan el espejo rectangular. Coronando cada tachuela argenteada brillaban suavemente, como una guinda confitada sobre una masa de crema, pero más íntimas y discretas, las “cúpulas” color brasa, reflejo indirecto de la luz del sol que bañaba el ambiente.
Escuchaba admirado y entretenido la descripción de Mariate. Ella, animada, continuaba:
-No eran las únicas luces. Había alumbrado a Santa Teresa, mi santa, por el examen de Francisco. Y desde la mesa del desayuno la veía sentada, con su hábito iluminado con vivos por la vela, el libro sobre la falda en actitud de descanso, y ella con aires de soltar en cualquier momento alguna de sus salidas geniales. Como aquella de: “Cuando ayuno, ayuno; cuando perdices, perdices!”, pequeña suma de equilibrio de rigor monástico y matices anti-calvinistas.
-Cuando lo veas a Pablo, agregó, decile por favor que he puesto en práctica sus lecciones. Seguro que Santa Teresa, que luchaba por la reforma del Carmelo junto con un cruzado poeta como San Juan de la Cruz, me ayudó a ver la pequeña poesía matinal vivida con Federico.
-Así lo haré, María Teresa. En ese momento me acordé de un ordenanza que era la tradición viva de la Casa de Gobierno provincial, que, cuando alguien le agradecía algún informe o servicio prestado, contestaba: “¡A sus gratas órdenes!”
…Aún lo veo a Zúñiga, entrecerrando los ojos,  en la penumbra protectora de un recanto de corredor, sentado como un soberano en silla de alto respaldo, con sus bigotes grisados, su paquidérmica papada y su placidez, cada tanto interrumpida por la llamada de un superior.
Entonces, se ponía de pie lentamente, y arrastrando un poco los pies se dirigía al despacho en que solicitaban de él alguna información, un café o el diario.
¡Cuánta dignidad y educación anidaban en ese monumento vivo! Su natural superioridad contrastaba, a veces, con la falta de cortesía de ciertos funcionarios de turno advenedizos, empingorotados -diría Busaniche-, “guapos de comité” –como los caracterizaba un compañero de Zúñiga- suspicaces,  impostados artificialmente como locutores de FM…
El contraste era un ejemplo vivo de lo que enseña Pío XII sobre pueblo y masa, hoy más actual que nunca! Ordenanza de un pueblo culto, cortés y católico. Funcionario arrogante de una clique egoísta, sin arraigo ni vocación de bien común.

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