El Papado sostenido por Pipino, rey de los francos y “Patricio de los Romanos” – Germina el Sacro Imperio

04/07/2014

esfera y cruz con sombraCon motivo de los 1200 años de la coronación de Carlomagno como sacro Emperador Romano de Occidente, un acontecimiento ápice…,  venimos comentando en esta sección la orgánica y gradual ascensión del linaje carolingio a la dignidad imperial por manos de los Sumos Pontífices. Nacía el tiempo en que, como enseñó León XIII, “el Sacerdocio y el Imperio estaban ligados entre sí por una feliz concordia y por la permuta amistosa de buenos oficios. (Encíclica “Immortale Dei”, l.XI.1885 – “Bonne Presse”, París, vol. II, p. 39).

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Bosquejamos en notas anteriores la colorida historia de Pipino, padre de Carlomagno, ungido por San Bonifacio, Apóstol de Germania, como rey de los francos, como monarca llamado a cumplir una misión providencial gobernando a su pueblo en las vías del Evangelio, edificando la Cristiandad. Vemos tornarse realidad la misión excelsa de un Príncipe católico, elevado al trono por un misionero de la talla de San Bonifacio, inspirado en los ejemplos bíblicos, consagrando en los hechos las palabras de la Sabiduría eterna: “Per me regnant reges” (Por Mí reinan los reyes…), manteniéndose así una vinculación entre el Cielo y la tierra, entre Cristo Rey y la civilización cristiana, por intercesión de María Reina,  de la que difícilmente podemos hacernos una idea en estos tiempos de neo-paganismo revolucionario.

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Comentamos el aprieto en que se encontraba el Papado en tiempos del gran Pontífice Esteban II, amenazado por los lombardos ex arrianos y semi-bárbaros que venían conquistando toda Italia y pretendían establecer su trono en la propia Ciudad Eterna.
A pesar de todas las infidelidades y aún apostasías de los Emperadores Romanos de Oriente (Bizancio), los Soberanos Pontífices habían mantenido en el orden temporal su carácter de súbditos, remanente del antiguo Imperio romano. Ante la amenaza lombarda, habían solicitado al emperador una ayuda efectiva, fuerzas militares capaces de frenar al enemigo.

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Esteban II había lanzado por última vez un grito de angustia hacia Bizancio, supremo llamamiento que “no tuvo eco entre los cobardes tiranos del mundo imperial” (Kurth). Teniendo entonces que escoger entre la salvación de un pueblo abandonado por sus defensores naturales y la alianza con los francos, el Papa “levantó su ánimo a la altura de su deber, y se dirigió resueltamente a Pipino el Breve” (ibid.). Ya sus predecesores habían pedido a Carlos Martel y al mismo Pipino apoyo a la causa de la civilización cristiana. Este tenía una deuda de gratitud con el Papado, gracias al cual se había podido dar sin perturbaciones el necesario cambio de dinastía por él propuesto.

La respuesta de Pipino al llamado pontificio no se hizo esperar: llegaron a Roma sus embajadores, el Obispo de Metz, Chrodegang, y el legendario duque Augier, popular en Francia por un tradicional juego de cartas. Los emisarios invitaron al Pontífice a trasladarse a donde Pipino se encontraba.
Después de reflexionar con madurez, el prudente y animoso pontífice adoptó una resolución que en un principio espantó a sus familiares, pero que mantuvo con energía: corresponder a la invitación de ir al encuentro del rey franco, pero antes presentarse personalmente ante el rey enemigo Astolfo, acompañado de la embajada franca y también de la bizantina –mencionada en el artículo anterior.
Dados los antecedentes de Astolfo, sus familiares –ayudantes y consejeros de la Curia romana- temían por la vida del Pontífice. Pero no lograron disuadirlo. El 14 de octubre de 753, consigna solemnemente el Liber Pontificalis, se puso en camino, acompañado del legado imperial griego, Juan el Silenciario, del Obispo de Metz y del Duque Augier, y de una comitiva de altos personajes de Roma y ciudades vecinas. “Acompañóle en su camino, durante algún tiempo, una muchedumbre inmensa ‘que lloraba, sollozaba’, dicen los Anales del Pontificado, y queria retenerle’ porque preveía los grandes peligros que le esperaban en Pavía” (Mourret). ¡Tocante escena viva de la Cristiandad!
A pesar de que una comisión de Astolfo se adelantó para rogarle que no le diga a éste ni una palabra de sus malhadadas conquistas, el Papa le presentó sin temor sus reclamaciones, en nombre del imperio –como le había pedido el emperador- y en nombre de la Iglesia. Astolfo, impresionado por la actitud de los dos enviados francos, que subrayaron el discurso del Pontífice con palabras “breves y claras”, rechazó las demandas de Bizancio e intentó hacer desistir al Papa de su viaje al rey Pipino.
Sus exhortaciones y amenazas no lograron quebrantar la constancia del Vicario de Cristo, que luego de despedir a la embajada imperial, y a los laicos de su séquito, se dirigió a Francia con algunos clérigos, franqueando el San Bernardo y bajando a la Abadía de San Mauricio.
Allí lo esperaban dos comisionados del rey franco que lo acompañaron hasta Sangres, donde le salió al encuentro el joven hijo del rey, Carlos, el futuro Carlomagno, que contaba con doce años; y luego el mismo Pipino, que se adelantó tres millas.

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A la vista del Papa, el rey desmontó de su cabalgadura, tributándole profundos homenajes y tomando las riendas del caballo del Pontífice, caminando un trecho a su lado “a guisa de escudero” (Mourret). Señera expresión de espíritu jerárquico feudal.

El Papa y sus clérigos correspondieron, homenajeando a su vez a Pipino como monarca católico y defensor de la Iglesia, vestidos de cilicios, cubiertas sus cabezas de ceniza y suplicándole pusiese mano en la defensa de “la causa de San Pedro y de la República de los romanos”. También le rogó el Pontífice hacer restituir el Exarcado de Ravena a su legítimo posesor, el emperador, supremo acto  de condescendencia de Esteban II con respecto a la infiel Constantinopla.
Pipino accedió de buen grado a las demandas y, para acomodarse al consejo del Papa de evitar en lo posible la efusión de sangre, intentó resolver la cuestión por la vía diplomática.
Tres embajadas sucesivas y la ofrenda generosa de 12.000 sueldos de oro no movieron a Astolfo a abandonar sus pretensiones. Su perfidia llegó al punto de lograr que el Abad de Monte Cassino –súbdito lombardo-, donde llevaba vida religiosa Carlomán, hermano de Pipino, lo enviara a sembrar discordias contra el Papa y el rey franco.
La reaparición del príncipe-monje en el mundo abandonando el monasterio para estos insidiosos manejos provocó un verdadero escándalo. Felizmente, la maniobra fracasó.
Se imponía una urgente acción militar. Pipino se dispuso virilmente a ella a pesar de la oposición de algunos señores, fomentada por las maniobras de Astulfo y Carlomán, que hicieron fracasar una asamblea de barones.

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Una segunda asamblea, celebrada en Kiersy-sur-Oise el 14 de abril de 754, mostró un cambio para mejor y precisó que la finalidad de la expedición sería la de restituir al Apóstol San Pedro los territorios ocupados por el lombardo. Se celebró entre el católico rey franco y el Sumo Pontífice el Pacto de Kiersy, que algunos llaman ‘restitución’ o ‘promesa’, y que “tiene la forma de una ‘donación’; es una ‘restitución’, porque lo que da de hecho era posesión de san Pedro, o sea del Papa; y es una ‘promesa’, porque lo que da Pipino, no lo había conquistado todavía”. A cambio de tan importante donación, “Pepino da y no reclama en retorno sino oraciones” (Mourret).
La tercera asamblea se hizo el 28 de julio de 755 en la histórica Abadía de Saint-Denis, marco de una ceremonia de gran significado. El Papa renovó la consagración real de Pipino, asociando a ella a su hijo Carlomagno –y a su hermano, declarando a los tres Patricios de los Romanos.
Semejante consagración de un rey y de sus hijos por el Sumo Pontífice no tenía precedentes en la historia. No sólo confirmaba la legitimidad de Pipino y su descendencia, “sino parecía elevar la realeza de los francos por encima de las demás realezas de Europa”. Por lo que el Papa lo llamará “el ungido de San Pedro” (ibid.).
El título de ‘patricio de los romanos’ –a diferencia del de ‘patricio’ a secas, que había sido concedido anteriormente a otros por la Santa Sede, sugería la idea de un derecho de protección efectiva sobre el Estado pontificio. Habían perdido su razón de ser las funciones de Duque de Roma y la restauración de un exarca de Ravena (bizantino). “El Sacro Imperio se hallaba en germen en las actas de la asamblea de Saint-Denis” (ibid.).

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(*) Cfr. Sacralidad medieval: Pipino ungido Rey de los Francos por San Bonifacio, Apóstol de Germania y Legado papal

Ver artículos anteriores de esta serie haciendo click en el “tag” La civilización cristiana al vivo, 1200 años de Carlomagno, Sacro Imperio

BIBLIOGRAFIA CONSULTADA

Godofredo Kurth, “Los orígenes de la civilización occidental”, Emecé Editores, Buenos Aires
Fernando Mourret, “Historia General de la Iglesia”, t. III La Iglesia y el mundo bárbaro, 2ª. ed., Barcelona – París – Bloud y Gay, Editores

Frantz Funck-Brentano, “Les Origines”, L’histoire de France racontée à tous, 10ª ed., Hachette, Paris

Henri Pirenne, “Mahoma y Carlomagno”, Ed. Claridad, Buenos Aires, 2013

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