Tras la separación de España, cambio de fisonomía, continuidad en la misión, apogeo y decadencia – 13ª nota

04/07/2014

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PARTE III – TRAS LA SEPARACIÓN DE ESPAÑA:
cambio de fisonomía, continuidad en la misión, apogeo y decadencia
La traumática separación entre la Metrópoli y sus posesiones americanas afectó profundamente la situación de la aristocracia criolla. Fragmentada Hispanoamérica en nuevas unidades políticas, éstas adoptan la forma de gobierno republicana y, llevadas por el mimetismo revolucionario del siglo, declaran abolidos los títulos y privilegios de la nobleza. No pocos nobles, bajo la influencia del soplo democrático igualitario de la Revolución Francesa, virtualmente abdican de su condición nobiliaria dejándola caer en el olvido.

A – UNA NOBLEZA DESPOJADA DE SUS TITULOS, CON RENOVADO PREDOMINIO SOCIAL

1. Paradójica situación de la nobleza americana después de la emancipación

Libre de las trabas del absolutismo, y manteniendo toda su hegemonía social, la nobleza americana –ahora sin títulos ni reconocimiento legal- será paradójicamente proyectada a una renovada situación de preeminencia.
La era de inestabilidad que se inaugura está marcada por incesantes disputas de poder entre volátiles caudillos regionales y cerebrinos conspiradores de ciudad, adeptos de las quimeras revolucionarias en boga. Las nuevas entidades políticas se convierten en laboratorios de utopías, experimentadas a sangre y fuego con una pertinacia que se juzga muy patriótica. Esa turbulencia, surcada de cruentas contiendas civiles, origina creciente fatiga y decepción. Las atenciones se vuelven entonces hacia representantes de la antigua aristocracia rural y urbana –vistos cada vez más como encarnación natural de la autoridad y custodios del orden- en busca de una dirección firme y estable. La aspiración de orden hace que se sucedan intentos de restauración o instauración monárquica en todo el Continente.

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Las élites tradicionales adquieren renovadas formas de poder e influencia, a veces mayores que las detentadas durante el melancólico ocaso del Antiguo Régimen.
Ejemplo característico es el joven estanciero rioplatense Don Juan Manuel de Rosas. Al margen del juicio que merezca su gobierno de casi un cuarto de siglo, es indudable que representaba la figura típica del aristócrata rural del tiempo, señor casi feudal. Mantenía una milicia propia, los Colorados del Monte, para defender sus haciendas de los indios, valiéndose de ella para hacer presión en favor del bando federalista.
Reunía el prestigioso “conjunto de atribuciones del estanciero pampeano”, que incluían, como refiere Lucio V. Mansilla, hacer “de oráculo, de teólogo, de juez …” , de autoridad policial-militar, y aún de médico. Con variantes, el tipo humano y el estilo de vida se reproducen en todo el antiguo imperio.

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Algo similar ocurre en Méjico,. “Los escudos de armas podían haber sido destruidos, pero nadie intentó desbaratar el séquito de un noble. La estructura de la nobleza era una estructura familiar, y no había reforma que fuera dirigida contra el patriarcado o que lo pusiera en peligro” (D. Ladd, p. 115, n. 1).
Y concluye: “Ni las guerras de la independencia, ni la nueva república, destruyeron a la nobleza mexicana”. Será necesario convulsionar artificialmente el país durante siete décadas a partir de la segunda mitad del siglo XIX, despojarlo de más de la mitad de su inmenso territorio y desencadenar revoluciones de corte marxista apoyadas por potencias capitalistas, para conseguir desestabilizar aquella brillante élite.

2. Afectividad, virtud católica y paternalismo

La Virgen amparando las clases mejicanasEl estilo de vida adecuadamente llamado “patriarcal” es característico de las élites hispanoamericanas, fruto de su arraigado espíritu católico. Una catolicidad difusa en todas las clases impregnaba las relaciones sociales con un aroma de dulzura de vida, en que se manifestaba la alegría de hacer el bien desinteresadamente.
Lo que las izquierdas llaman despectivamente paternalismo –al que consideran uno de los “atrasos” más intolerables de nuestros países- es una alta cualidad moral, fruto de lo que podríamos llamar instinto católico; el afecto recíproco transformado en principio unitivo de todas las clases. Por él los que son más protegen a los que son menos, a lo que éstos corresponden con formas de dedicación comparables a un voluntario enfeudamiento. Por eso fue tan difícil promover aquí la lucha de clases.
Resulta difícil, para quien se habituó a vivir en la anónima, mecánica e inclemente civilización contemporánea, hacerse una idea de lo que era la felicidad de situación proporcionada por esa sociedad patriarcal, que reposaba sobre el vínculo de la mutua y afectuosa dedicación entre sus miembros.
Un similar tejido de relaciones personales dominaba también la vida de la ciudad. En Quito, dice Jijón y Caamaño, el artesano, el artista, indio, mestizo o blanco se formaba al amparo de alguna casa hidalga. Cada casa señorial poseía numerosa servidumbre. Había cerca gentes de escasos bienes, que por lejano parentesco o amistad tenían en ellas franca entrada, asiento en la mesa y protección segura (p. 118, n. 1).
La Marquesa de Calderón de la Barca, Embajadora de España en Méjico, evoca esos vínculos parafeudales en la hacienda San Bartolo. El hacendado “es el monarca de cuanto la vista alcanza; es un rey entre sus sirvientes y jornaleros indios; nada puede sobrepujar la independencia de su posición. … Debe ser un consumado caballista; práctico en todos los ejercicios del campo; y si puede pasar el día a caballo recorriendo su propiedad, dirigiendo a sus trabajadores… administrando justicia y aliviando pesadumbres, y puede sentarse, llegada la noche, en los grandes y largos corredores para…engolfarse en las páginas de algún autor predilecto,…es probable que sus manos no sientan el gran peso del tiempo” (id., n.2).

 

 

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