Una portentosa visión de conjunto – Nobleza y élites tradicionales análogas en América Española – Cap. II – Siglos XVII y XVIII – C) Una divagación histórica – 12ª nota

07/06/2014

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Nobleza y élites tradicionales análogas en América Española –
Cap. II – Siglos XVII y XVIII: renovación y gradual definición de caracteres – C) Una divagación histórica – 12ª nota

Una portentosa visión orientadora para la acción

Al presentar el cuadro siguiente, digno de ser estudiado, comentamos que “divagación”, palabra rica en significados, contiene la idea de paréntesis, de “alto en la huella” para brindar una -portentosa- visión de conjunto del proceso histórico de Iberoamérica, visto hasta aquí; y una inspirada proyección al futuro basada en tres elementos que el Prof. Plinio Corrêa de Oliveira siempre tomaba e en consideración: 1) los datos históricos; 2) los principios católicos; 3) los criterios del sentido común y de la “sana crítica”.
Así, el autor de “Nobleza y élites tradicionales análogas”, inspirador del presente “Apéndice hispanoamericano” de su obra, sube como un águila en “elevada y respetuosa indagación sobre los designios de la Providencia” con respecto al “Continente de la esperanza”, brindando a las élites y dirigentes auténticos de América valiosos elementos de orientación para su benéfica e imprescindible acción.

C – Una divagación histórica
Al mirar retrospectivamente la gran obra civilizadora de España, es natural que un espíritu noble, propenso a considerar en todo lo óptimo, la excelencia, el plus ultra, tienda a comparar aquella realidad histórica como se dio en concreto, con lo que podría haber sido en condiciones ideales; entregándose a una divagación histórica –que en realidad es una elevada y respetuosa indagación sobre los designios de la Providencia-, formulándose preguntas como éstas:
¿Cuáles habrían podido ser la fisonomía social y el rumbo histórico de América si la Corona hubiese hecho una resuelta opción preferencial por los nobles, estimulando el desarrollo de grandes estirpes vinculadas a la casa reinante?
¿Se habría producido una separación abrupta? ¿O podría haberse llegado a una forma de separación sin ruptura (ej. Inglaterra y algunas de sus colonias)? ¿O a otras modalidades más sutiles de partición del imperio, que redundasen en una continuidad político-histórico-cultural y en una íntima colaboración en el plano internacional?
Quienes sostienen que el ciclo del absolutismo representó un progreso en la evolución de los Estados, parecen no tomar en cuenta que su principal efecto –la hipertrofia revolucionaria del poder estatal y la simétrica atrofia de los cuerpos sociales intermedios- tuvo un carácter deletéreo para toda la vida social.
Camuflados bajo las brillantes apariencias de progreso, se estaban dando los primeros pasos de un movimiento internacional en favor del mito revolucionario de la época: el Estado perfecto e infalible, la sociedad organizada y gobernada mecánicamente según los dogmas del racionalismo en ascensión. En aras de tal mito se nivelaban, cada vez con más facilidad, legítimas jerarquías intermedias y se sacrificaban autonomías y derechos adquiridos de individuos, familias, municipios y regiones, cuando éstos no se encuadraban en los planes de los burócratas cartesianos, antecesores de los tecnócratas de nuestros días.
Si en los siglos XVII y XVIII la figura del rey absoluto representaba la “extrema derecha” del movimiento estatolátrico, en el siglo XIX la propulsión del mismo se trasladó a los ideólogos socialistas radicales. Y en el siglo XX es asumida por el comunismo que, soñando ya con una república universal, monta el gigantesco y monstruoso aparato estatal soviético.
De modo inadvertido, se iniciaba con el absolutismo regio la marcha hacia la implantación del super-Estado omnipotente y masificador. Los poderes de la época, preocupados con la expansión de las estructuras administrativas y su eficiencia burocrática, desatendieron paulatinamente la necesidad de estimular y proteger la vida local del pueblo, con sus clases, tradiciones y características diferenciadas; entre tanto iban creando las condiciones para que la sociedad pudiese transformarse en masa amorfa e inerte, para valernos de la luminosa distinción de Pío XII.
El centralismo que en España resultó de esa tendencia, al absorber los cuerpos y poderes intermedios existentes en América, perjudicó el buen desarrollo de muchas capacidades para modelar realidades sociales originales. Su anorganicidad generó, en la nobleza y demás élites afectadas, malestares y resentimientos que remotamente prepararon la ruptura. Bajo apariencias de estar creando instrumentos para conservar los dominios ultramarinos, se estaba preparando su pérdida.
Para conservar sólidos vínculos con las sociedades americanas, comenzando por sus élites, la Monarquía debería haber estimulado su desarrollo orgánico. Habría supuesto conceder sin regateos a la hidalguía criolla formas proporcionadas de poder autonómico local que, ejercido hereditariamente, permitiese la consolidación de estirpes oriundas de las propias regiones que gobernasen. E ir dando a esas élites mayor acceso a la nobleza.
Teniendo campo propicio para su desarrollo natural, esas estirpes habrían destilado arquetipos sociales propios de su región, mucho más representativos que los que de hecho llegó a haber. Su ennoblecimiento habría creado un clima de confianza y benevolencia por el cual esa hidalguía y élites, ejerciendo su función intermediaria, establecerían lazos más profundos de filiación, gratitud y lealtad hacia una monarquía abierta y acogedora hacia ellas.
La nobleza española trasladada a América debería haber sido más numerosa y de mayor rango, para elevar el tono de las sociedades locales sin menoscabo de su vida propia. Presidentes de Audiencias, gobernadores y virreyes deberían haber fomentado ese crecimiento orgánico, en lugar de cercenarlo. Y, ¿por qué no?, a su debido tiempo enviar para regir los grandes virreinatos a príncipes de su Casa Real, como tardíamente lo propuso el Conde de Aranda.
Se habría llegado así probablemente a resultados originales y adecuados a la realidad, como todo cuanto es sabiamente amoldado a las circunstancias. Tal vez, al llegar el momento natural de la separación, como sucede cuando los hijos alcanzan la edad adulta, habrían surgido fórmulas apropiadas para conservar una estrecha unión de linajes, ideales e intereses.
La historia de España enseña que esto es posible. Al morir Carlos V, la Corona y otras posesiones pasaron a Felipe II, mientras que el trono de Alemania pasó a su hermano Fernando. Se partía así el Imperio en dos entidades políticas diversas y soberanas, que quedaron indisociablemente unidas, durante 150 años.
Podrían citarse otros ejemplos: el Commonwealth británico, el Canadá, unido a la Monarquía inglesa por vínculos más culturales y afectivos que políticos, por eso más profundos y duraderos.
¿Habría podido encontrarse una solución análoga, con matices propios, para Hispanoamérica? Todo permite suponer que una nobleza vigorosa en América española y lusa, manteniendo estrecha unión con sus Coronas, podría haber favorecido la constitución de una familia de Estados Iberoamericanos que llegase a conformar el bloque de naciones más unido, fervoroso e influyente de la Cristiandad.
Una cosa es cierta: la herencia del Descubrimiento y de la Conquista era demasiado vasta y compleja para que la Metrópoli pudiese sobrellevarla por mucho tiempo, gobernando ab extrinsecum, sin haber confiado, afectuosa, subsidiaria y magnánimamente parte de la responsabilidad a las clases dirigentes locales.
* * *
Una pregunta final. Aquel gran bloque hispánico o ibérico, ¿podrá ser recreado todavía? ¿Por ejemplo, bajo la forma de una nueva y original entidad política? ¿Quizás de un nuevo Sacro imperio, constituido, bajo el patrocinio de la Santísima Virgen y para gloria de Ella, en la era de apogeo de la Iglesia que será el Reino de su Inmaculado Corazón, prometido en Fátima? ¿Un imperio hecho de naciones espiritualmente renovadas en el cual –así como las facetas de un diamante reflejan de modos diversamente espléndidos una misma luz- cada uno de sus pueblos reflejase determinados aspectos psicológicos y morales de la misma perfección de la Madre de Dios?¿A qué formas de elevación espiritual y riqueza cultural no podría llegar tal entidad política, orientada colectivamente en ese rumbo? ¿Y qué superlativo papel podría entonces caber a sus élites tradicionales, siempre que fueran fieles a su misión en las críticas circunstancias que deben anteceder a ese triunfo de la Iglesia?
El futuro a Dios pertenece; pero al iniciarse el tercer milenio de la Era de la Salvación, no es superfluo dejar que esta divagación concluya en tan luminosos interrogantes…

(Con esta entrada concluye el Cap. II – Continúa en la próxima edición de este boletín).

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Síntesis de  “Nobleza y élites tradicionales análogas en América española: origen, desarrollo y perspectivas actuales”, Apéndice hispanoamericano (nº V) de “Nobleza y élites tradicionales análogas – En las alocuciones de Pío XII al Patriciado y a la Nobleza romana” de Plinio Corrêa de Oliveira – Vol. II “Revolución y Contra-Revolución en las tres Américas”, Ed. Fernando III el Santo, 1ª ed., Madrid, 1995

 

 

 

 

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