Mares, nubes, selvas – La inmensidad admirada desde el aire (II) – Rincón de la Conversación

09/11/2015

nebelsee

004 Título solo de Rincón de la Conversación

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Mares. Nubes. Selvas. La inmensidad vista desde el aire (II parte)

Texto y fotos de Ezequiel Mesquita

Nota: para no cortar la sucesión de ideas y analogías presentamos en el boletín anterior el texto completo, con las fotos de la primera parte. Por la misma razón, publicamos nuevamente la descripcion entera del vuelo, con las fotografías restantes, correspondientes a  la segunda parte.

Mapa viaje Ezequiel II

El recorrido que me llevó, con la protección especialísima de Nuestra Señora, a lo largo de 10.000 km. de desiertos, montañas, planicies, selvas, ríos y mares, se inició en Farmington, en el extremo noroeste del estado de Nuevo México, Estados Unidos. La región se llama “Four Corners” porque en ella convergen cuatro estados: Arizona, Colorado, Nuevo México y Utah.
Es todavía el “Lejano Oeste” profundo, tradicional y auténtico. La toponimia mezcla nombres anglosajones con indígenas e hispánicos, con predominio de estos últimos: San Ysidro, Las Ánimas, San Juan, Albuquerque.

Si desea agrandar las imágenes haga click sobre ellas.

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El desierto, en honor de Dios Padre

El paisaje es austero, grandioso y severo. Esas soledades inmensas, inasibles nos remontan, vistas desde el aire, al comienzo de la Creación, cuando Dios separó la tierra de las aguas, y la tierra estaba aún “sin orden y vacía”. Enormes formaciones rocosas de variados colores y texturas nos remontan a tiempos inmemoriales, de Santos Patriarcas, como Abraham y Moisés, de éxodos, de Profetas, y de imperios y civilizaciones desaparecidas bajo las arenas. En ese ambiente ascético y sacral, una gigantesca roca se alza desafiante. Los lugareños la llamaron “Shiprock”, la “roca barco”, porque se recorta como el velamen desplegado de una embarcación en el horizonte. A mí me recuerda al Mont Saint Michel y su abadía, y en estos tiempos de aridez, a la frase de Nuestro Señor a San Pedro: “Sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella”

La montaña, en honor de Dios Hijo

Continuando el lento ascenso, hasta más de 4000 m. de altura, para poder salvar las nevadas cumbres de las “Rockies” (las célebres montañas rocallosas), el nombre del cordón montañoso que ocupa en esta región me lleva a otra trascendencia: son los “Montes Sangre de Cristo”, llamados así por el color rojizo que toman en el amanecer y el ocaso.

Y lo encuentro un símbolo apropiado para Nuestro Señor Jesucristo: la montaña se yergue mediando entre la pequeñez humana y la inmensidad divina; encarnada en esta tierra, pero elevándose hacia el cielo; de grandeza y belleza inefables, pero también llena de vida y dulzura en las vertientes y arroyos, pinos y praderas de sus quebradas, recordándonos que Él es “el Camino, la Verdad y la Vida”.Diapositiva21

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Bosques y selvas, en honor de Dios Espíritu Santo*

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Luego de cruzar las montañas, y de una sucesión de mesetas áridas que se van volviendo más verdes hasta dar paso a las “great plains”, las grandes llanuras del medio oeste americano, el paisaje de Texas se va tornando cada vez más fértil, regado por ríos que van creciendo en caudal y número a medida que sobrevuelo los estados sureños de Louisiana, Mississippi, Alabama y Florida. A partir de ahora, grandes extensiones de agua y vegetación exuberante me acompañarán el resto del viaje, haciéndome pensar en los dones del Espíritu Santo, y en la oración “Veni, Sancte Spiritus”: “Envía tu Espíritu y todo será creado, y renovarás la faz de la tierra”

El mar, en honor de Nuestra Señora, Reina de todo lo creado

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Dejando atrás el vasto continente americano, que crucé casi de costa a costa (me faltaron California y Arizona), comienzo el cruce del mar, en el tercer día de esta travesía, sobrecogido por la inmensidad del Atlántico y su soledad. Al planificar la ruta y mirar los mapas, daba la impresión de que las islas se sucedían casi sin solución de continuidad; que pasado el primer tramo de algo más de 200 km. desde la costa de Florida a Grand Bahama, siempre habría alguna isla en el horizonte. También imaginaba que el Caribe estaría surcado en todas direcciones por innumerables cruceros, buques de transporte y veleros. No fue así, pasé horas sin tener tierra o barcos a la vista; sin embargo, la aprehensión que sentí en un comienzo ante esta inmensidad, fue superada rápidamente al perderme en la contemplación de los maravillosos y variados tonos de azul y turquesa de las aguas, y la resplandeciente blancura de las nubes. Este sublime paisaje, me llevó a imaginar el mar con sus tonos de azul profundo, y sus aureolas de intenso celeste y turquesa como el manto de Nuestra Señora, y a las islas que jalonan esas vastedades, como las piedras preciosas del mismo. Y así, rezando y admirando, fueron pasando las horas y las millas; las Bahamas, las Islas Vírgenes, las Antillas mayores y menores. Hasta llegar al anochecer del quinto día del viaje a Granada o Grenada, conocida también como la isla de las especias, por la variedad de sus aromáticas, pero que podría ser llamada la isla de Santa Rita, por la abundancia y variedad del arbusto florido que lleva su nombre, con flores blancas, carmín y púrpura, incluso combinadas en una sola planta, cosa que no había visto antes. Y así, tras un día de descanso para esperar que amaine el fuerte viento en contra, me preparé para el último y más largo tramo marítimo, desde Granada a Guyana, pasando al este de Trinidad y Tobago y de la inhóspita costa venezolana, cuyo único vestigio entre la bruma que se alzaba sobre el mar, fue la extensa lengua de agua amarronada que se volcaba al océano señalando la desembocadura del Orinoco, y las frecuentes plataformas petrolíferas que siguen sustentando, cada vez menos y Dios quiera que no por mucho tiempo, al dictatorial régimen socialista bolivariano.

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Y así, protegido por el maternal manto de Nuestra Reina y Madre, toqué tierra en Georgetown, en el extremo noreste del continente sudamericano. ¡Ave Maris Stella! Dei mater alma…

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Selvas y ríos nuevamente

Sobrevolando la infranqueable selva del Roraima, entre Guyana y Brasil, toqué finalmente

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tierra en Boa Vista, primer punto de este inmenso y bendecido país que me llevaría dos días y medio atravesar. De allí a Manaus, a orillas del misterioso y colosal Amazonas, y luego a lo largo del Río Madeira, hasta Humaitá (no confundir con su homónimo paraguayo),

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Y despidiéndome de las interminables selvas que me hacen preguntarme dónde está la tan mentada deforestación irreparable de la selva amazónica tan mentada por los ecologistas, pasé la última noche de mi viaje en Vilhena, para sobrevolar la mañana del día siguiente el Pantanal, un lugar de belleza y grandeza extrañas, ya que siendo una enorme extensión de agua de escasa profundidad, de la que emergen macizos montañosos, parece más un mar interior con sus islas que un cauce eternamente desbordado (el del Río Paraguay).

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Luego de pasar por aisladas fazendas con nombres gratamente familiares como Candelaria, San Sebastián y Nuestra Señora de Fátima, llegué a Corumbá (Brasil), en el límite con Bolivia (Puertos Quijarro y Suárez). Tras franquear los imponentes morros del Mirante do Pantanal, crucé el Río Aquidabán, y ya en territorio paraguayo seguí el curso del Paraguay a lo largo de Fuerte Olimpo, Concepción y San Pedro, hasta aterrizar en Nuestra Señora de la Asunción, madre de ciudades.

 

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Que Nuestra Señora, la Inmaculada Concepción venerada bajo las advocaciones de Aparecida, Caacupé, Luján, del Valle y del Milagro, nuestra Madre y Reina, nos siga protegiendo como lo hizo con éste, su humilde hijo a lo largo de este extenso y bendecido viaje.

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