Con Alfonso I, rey de Asturias, comenzó uno de los períodos más florecientes de la Reconquista.Luchó repetidamente contra los musulmanes, a los que arrebató Lugo en el año 755. Azulejos de la Plaza de España de Sevilla
Génesis de la Nobleza
Su misión en el pasado y en nuestros días
Visión de conjunto (13)
Continuamos presentando a nuestros lectores esta “visión de conjunto” de la gran obra que nos ocupa. En este capítulo final, el autor traza una serie de visiones panorámicas para orientar al lector que desea profundizar sus conocimientos sobre la temática central: la Nobleza y las élites tradicionales, su gestación histórica, la misión a la que están llamadas en nuestros tiempos conforme el magisterio pontificio de Pío XII y sus sucesores. Particularmente rica y original es la exposición del modelo de sociedad gestado en los tiempos medievales y su paulatina extinción rumbo al absolutismo de Estado, que fue haciendo desaparecer las legítimas libertades en todas las camadas sociales, y el llamado de las clases dirigentes auténticas, especialmente de la Nobleza, a utilizar el invalorable depósito que aún le resta para el reerguimiento de la sociedad actual sometida al caos.
Esperamos con interés los comentarios del lector sobre estos temas vitales para el católico de hoy.
Nota: podrá consultar el original completo haciendo click en el siguiente link:
http://www.pliniocorreadeoliveira.info/LN_Espanha/Volume%20I/LN_ES_Cap_00_0_Indice.htm
En el hombre común, estas alocuciones de Pío XII suscitan curiosidades. El público actual se muestra desinformado acerca de la Nobleza, sus orígenes, misión, características en el tiempo y papel que debe representar, en nuestros días y en el futuro. El memorable Pontífice no tuvo por objetivo dejar agotada la cuestión, pues sus oyentes eran de nobleza muy fina y conocían los numerosos datos sobre la institución nobiliaria ignorados por el gran público.
Así, le ha parecido conveniente al autor presentar a los lectores inteligentes de todas las camadas sociales incompletamente informados, una selección de datos que tendrían dificultad en encontrar reunidos y de fácil alcance.
El presente capítulo contiene una visión de conjunto —o tal vez sea mejor decir, un conjunto de visiones panorámicas— de diversos asuntos de especial interés para el lector de Nobleza y élites tradicionales análogas.
Las múltiples consideraciones que se brindan explican que sea el capítulo más extenso. Para no alargarlo aún más, el autor no incluye sino el mínimo indispensable de citas.
1. La esfera privada y el bien común
a) Los grupos humanos y sus jefes
En cualquier grupo humano de la esfera privada, el ejercicio de la autoridad confiere un relieve, a veces mayor, menor en otras. Esto se da con un padre de familia —y por participación, con su esposa—, con el presidente de una asociación, con un profesor, con el dirigente de un equipo deportivo, etc.
• Requisitos intelectuales de quien ejerce la autoridad
El ejercicio de dicha autoridad exige esencialmente de su titular una clara y firme noción de en qué consisten la finalidad y el bien común del grupo sobre el que la ejerce, y un lúcido conocimiento de los medios y técnicas de acción necesarios para su consecución.
No le basta a quien ejerce ese poder estar dotado de esos atributos. Necesita saber; pero ha de ser también capaz de comunicar lo que sabe y de persuadir a quienes no están de acuerdo con él.
Por más amplios que sean sus poderes, por más drásticas que sean las sanciones establecidas contra quien le desobedece, por más honrosas y remuneradoras que sean las recompensas otorgadas a quien acata su autoridad, nada de esto bastará para que se haga obedecer. Resulta imprescindible que exista entre él y sus subordinados un consenso profundo sobre las metas a alcanzar y los métodos para ello; así como, por parte de sus subordinados, una seria confianza en su capacidad de emplear acertadamente esos métodos y alcanzar esas metas, con vistas al bien común.
• Requisitos de la voluntad y de la sensibilidad
No le bastará al jefe argumentar con lógica impecable. Otros atributos, del campo de la voluntad y de la sensibilidad, le serán también necesarios.
Antes que nada, debe estar dotado de penetrante sentido psicológico, que requiere ejercicio simultáneo de inteligencia, voluntad y sensibilidad, pues a una persona inteligentísima, pero abúlica e hiposensible, ordinariamente le falta hasta el sentido psicológico para conocer datos elementales de su propia mentalidad y, con más razón, de las de su cónyuge, hijos, alumnos, empleados, etc.
A un jefe que carezca de sentido psicológico le será difícil persuadir las inteligencias y unir las voluntades para una acción común. Este sentido tampoco basta. Es preciso que disponga, además, de una riqueza de sensibilidad suficiente para dar a lo que dice el sabor de lo real, sincero, auténtico, interesante, atrayente; de todo aquello que lleva a seguirle con complacencia.
Es, sumariamente descripta, la lista de cualidades sin las cuales quien preside un grupo social privado no cuenta con las condiciones normales para ejercer con éxito su misión.
• El jefe, en las circunstancias excepcionales, propicias o adversas
En cualquier grupo privado la normalidad es a veces alterada por circunstancias excepcionales, favorables o desfavorables.
El jefe normal corre el riesgo de dejar pasar —por incapacidad de colocarse a su nivel— ocasiones excelentes que ha sabido ver de manera incompleta, o no ha sabido ver y deja escapar. Como contrapartida, corre el riesgo de perjudicar seriamente el grupo al que preside, e incluso de causarle la ruina, si no sabe discernir el peligro cuando despunta en el horizonte, evaluar su nocividad y eliminarlo de una vez en cuanto sea posible.
El jefe excelente es aquél que en las ocasiones excepcionales, favorables o desfavorables, crece proporcionalmente en todas sus aptitudes, y se muestra superior a las circunstancias.
• Utilidad y oportunidad de esta sistematización de nociones
Nada de lo dicho es nuevo; pero las nociones de mero sentido común sumariamente sistematizadas, andan tan enterradas en estos días de confusión, que es necesaria esta síntesis para poder aprehender lo que sigue.
b) Superioridad y nobleza del bien común — ¿Cómo se distingue del bien individual? — Entidades privadas cuyo bien común tiene carácter trascendente a nivel regional o nacional
El bien común de los grupos, asociaciones o entidades existentes en la esfera privada, no está únicamente formado por lo que es bueno sólo para tal individuo, sino por lo que es bueno para la generalidad de quienes lo constituyen. Sin duda, ese bien, de orden más elevado que el meramene individual, es ipso facto más noble.
• Importancia de las entidades de la esfera privada para el bien común de la región, de la nación y del Estado
Hay casos en los que el bien de una entidad de derecho privado no se limita a su propio bien, sino que se eleva a un nivel más alto.
En una Universidad que pertenezca a una fundación o asociación que exista hace varios siglos —como ha habido tantas y hay aún en Europa y América—, frecuentemente se define un estilo de investigar, pensar, exponer y enseñar, un conjunto de curiosidades intelectuales modeladas según un mismo estilo, impulsos religiosos, patrióticos, artísticos y —en el sentido más amplio del término— culturales; en suma, un mismo acervo de valores que cada generación de maestros y alumnos recibe de la anterior, perfecciona y transmite a la posterior.
Tal tradición universitaria constituye un preciosísimo bien del espíritu para las sucesivas generaciones; marca a fondo la vida de los ex alumnos y forma un tipo humano que a su vez puede marcar todo el ambiente en una ciudad que viva de y en torno a la Universidad.
Es obvio que una institución así constituye un bien común para la región y, en ciertos casos, para el país.
El ejemplo de ciertas instituciones privadas ayuda a comprender en qué consiste el bien común de una región o nación. Su propia excelencia las aproxima a este mismo bien común, recibiendo así un cierto grado de nobleza que no se confunde con la mera e indiscutible dignidad de las instituciones del sector exclusivamente privado.
• Una sociedad muy característica de la esfera privada: la familia
Ninguna de esas entidades privadas tiene carácter tan básico y es fuente de vida tan auténtica y desbordante para nación y Estado como la familia. [1]
Se ve así como la fuerza de impacto e influencia de las instituciones privadas pueden marcar a fondo la vida política de la nación —incluso del propio concierto internacional— impidiendo que el país quede en manos de meros equipos de aventureros. Esta influencia y fuerza de impacto resultan en gran medida de la intensidad, vitalidad, cohesión y continua tendencia a mejorar que las animan.
c) La nación y el Estado nacen de la esfera privada — La plenitud del bien común
• La formación de las naciones y de las regiones
Cuando un conjunto de personas naturales, grupos sociales y personas jurídicas, orientadas hacia el bien privado —o acumulativamente hacia el bien privado y el común— llegan a aglutinarse en un todo nítidamente diferenciado y pasan a constituir un circuito cerrado de carácter étnico, cultural, social, económico y político, que no se deja abarcar o federar en ningún otro circuito más amplio, se constituye ipso facto una nación. El bien común de esta nación —que, políticamente organizada, da origen a un Estado— se destaca. [2]
Análoga afirmación se podría hacer con respecto a la región. Al mismo tiempo que una realidad territorial, la región es un conjunto de elementos constitutivos análogos a los de la nación. Desde este punto de vista, la diferencia entre región y nación está en que la primera no abarca la globalidad de elementos constitutivos de la segunda, sino una importante parte de ellos; la diferencia entre las varias regiones de una nación consiste en que dichos elementos constitutivos suelen variar de una a otra región.
Una comparación. Las regiones se diferencian entre sí y de la nación como los diversos altorrelieves de un mismo bloque se diferencian entre sí y del bloque de piedra en que están esculpidos; una nación se diferencia de la otra como una estatua en relación a otra.
• El Estado como sociedad perfecta — Su soberanía y majestad — Su nobleza suprema
El bien común así entendido abarca todos los bienes subordinados sin absorberlos ni reducirlos. El hecho de englobarlos trae para el Estado una supremacía de misión, de poder y, por tanto, de intrínseca dignidad, que la palabra majestad [3] expresa adecuadamente. Lo normal en una nación es que constituya una sociedad entera y perfecta [4] , y por tanto soberana y mayestática, cualquiera sea su forma de gobierno.
Este poder mayestático es, a su vez, supremamente noble. El propio hecho de ser soberano, supremo, le confiere una nobleza natural intrínseca superior a la de los cuerpos intermedios entre el individuo y el Estado. Todo lo dicho anteriormente lo comprueba.
2. La familia frente al individuo, los cuerpos intermedios y el Estado
Cabe preguntarse cuál es la relación de la familia con los cuerpos situados en la zona intermedia entre el individuo y el Estado, especialmente con los relacionados con el bien común, y máxime con el cuerpo que engloba a los demás, los abarca, agrupa, dirige y gobierna tanto a ellos como al conjunto de la nación, esto es, el Estado, y su órgano directivo supremo, que es el Gobierno del país.
En cuanto a la familia, su situación frente a ellos es muy peculiar, pues mientras estos últimos tienden a diferenciarse entre sí, la familia tiende a penetrar en todos ellos. Además, ninguno de esos cuerpos está capacitado para ejercer sobre la familia una influencia igual a la que ésta puede ejercer sobre cualquiera de ellos.
a) Del individuo a la familia, de ésta a la gens y por fin a la tribu — La trayectoria para la fundación de la civitas — Nace el Estado
Por ser el estado matrimonial condición normal del hombre, es formando parte de su respectiva familia, como jefe o miembro, como el hombre se inserta en el inmenso tejido de familias que integra el cuerpo social de un país.
A la vez que por familias, dicho cuerpo social está constituido también por otros grupos intermedios, y, consecuentemente, la inserción de un individuo en uno de esos grupos constituye un modo de integrarse en ese tejido. Ocurre con las corporaciones de artesanos y mercaderes, las Universidades y los órganos directivos que constituyen el poder municipal, urbano o rural.
Si se atiende a la génesis del Estado, se verá que tuvo su origen en entidades preexistentes cuya “materia prima” era la familia. Ésta dio origen a los grandes bloques familiares que los griegos designaban como génos y los romanos como gens, que, a su vez, formaron bloques aún mayores de tonus también aún familiar, cuyas correlaciones genealógicas se perdían en la noche de los tiempos y tendían a diluirse: eran, entre los griegos, las phratrias, y las curias entre los romanos. “La asociación —afirma Fustel de Coulanges [5]— continuó creciendo naturalmente y del mismo modo; muchas curias o fratrías se agruparon y formaron una tribu.”
A su vez, la conjunción de las tribus forma la ciudad —o mejor, la civitas—, y con ello el Estado. [6]
b) En el individuo y en la familia se encuentran los factores más esenciales para el bien común de los grupos intermedios, de la región y del Estado — La familia fecunda, un pequeño mundo
Habitualmente, la vitalidad y unidad de una familia están en natural relación con su fecundidad.
Cuando la prole es numerosa, los hijos ven al padre y a la madre como dirigentes de una colectividad humana ponderable, tanto por el número de los que la componen como —normalmente—por los apreciables valores religiosos, morales, culturales y materiales inherentes a la célula familiar, lo que cerca a la autoridad paterna y materna con una aureola de prestigio; y, al ser los padres de algún modo un bien común de todos los hijos, es normal que ninguno de ellos pretenda absorber todas sus atenciones y afecto, instrumentalizándolos para su mero bien individual. En las familias numerosas, los celos entre hermanos encuentran un terreno poco propicio, mientras que, por el contrario, pueden nacer fácilmente en las familias con pocos hijos.
En estas últimas se establece también, en no raras ocasiones, una tensión padres-hijos como consecuencia de lo cual uno de los lados tiende a vencer al otro y a tiranizarlo. Los padres, por ejemplo, pueden abusar de su autoridad evitando la convivencia hogareña para emplear todo su tiempo disponible en las distracciones de la vida mundana, dejando a sus hijos relegados a los cuidados mercenarios de baby-sitters, o dispersos en el caos de tantas guarderías turbulentas y vacías de legítima sensibilidad afectiva. También pueden tiranizarlos —imposible no mencionarlo— mediante las diversas formas de violencia familiar, tan crueles y frecuentes en nuestra sociedad descristianizada.
A medida que la familia es más numerosa se va haciendo más difícil que cualquiera de esas tiranías domésticas se establezca. Los hijos perciben mejor cuánto pesan a los padres, tienden a estarles agradecidos, y a ayudarles con reverencia, a su momento, en el gobierno de los asuntos familiares.
El considerable número de hijos da al ambiente doméstico una animación, una jovialidad efervescente, una originalidad incesantemente creativa en lo tocante a los modos de ser, actuar, sentir y analizar la realidad cotidiana de dentro y de fuera de casa, que hacen de la convivencia familiar una escuela de sabiduría y experiencia, hecha toda ella de la tradición comunicada solícitamente por los padres, y de la prudente y gradual renovación añadida respetuosa y cautamente por los hijos. La familia se constituye así en un pequeño mundo, al mismo tiempo abierto y cerrado a la influencia exterior, cuya cohesión proviene de todos los factores mencionados y reposa principalmente en la formación religiosa y moral dada por los padres en consonancia con el párroco, así como en la convergencia armónica entre las varias herencias físicas y morales que han contribuido a modelar las personalidades de los hijos a través de sus progenitores.
c) Las familias, pequeños mundos que conviven entre sí de modo análogo a las naciones y los Estados
Ese pequeño mundo se diferencia de otros pequeños mundos análogos —las demás familias— por notas características que recuerdan a escala menor las diferencias entre las regiones de un país o entre los diversos países de una misma área de civilización.
La familia así constituida tiene habitualmente una especie de temperamento común, apetencias, tendencias y aversiones comunes, modos comunes de convivir, de reposar, de trabajar, de resolver problemas, de enfrentar adversidades y sacar provecho de circunstancias favorables. En todos esos campos, las familias numerosas cuentan con máximas de pensamiento y modo de proceder corroboradas por el ejemplo de lo que hicieron antepasados no raras veces mitificados por la nostalgia y por el paso del tiempo.
d) La familia y el mundo de las actividades profesionales o públicas — Linajes y profesiones
Sucede que esa grande e incomparable escuela de continuidad incesantemente enriquecida por la elaboración de nuevos aspectos modelados según una tradición admirada, respetada y querida por todos los miembros de la familia, influye mucho en la elección que los individuos hacen de sus actividades profesionales, o de las responsabilidades que quieran ejercer a favor del bien común. De ahí se sigue que haya con frecuencia linajes de profesionales provenientes del mismo tronco familiar, por donde la influencia de la familia penetra en el ámbito profesional.
Es cierto que en el consorcio así formado entre actividad profesional o pública por un lado, y familia por otro, también la primera ejerce su influencia sobre la segunda. Se establece así una simbiosis natural y altamente deseable; pero sobre todo conviene destacar que en la mayoría de las ocasiones el propio curso natural de las cosas conduce a que la influencia de la familia sobre las actividades extrínsecas a ella sea mayor que la de dichas actividades sobre ella.
Cuando la familia es auténticamente católica y cuenta no sólo con su natural y espontánea fuerza de cohesión, sino también con la sobrenatural influencia de la mutua caridad que proviene de la Gracia, la organización familiar alcanza las condiciones óptimas para marcar con su presencia los cuerpos intermedios entre el individuo y el Estado y, por fin, también al propio Estado.
e) Los linajes forman élites hasta en los grupos o ambientes profesionales más plebeyos
A partir de estas consideraciones es fácil comprender cómo la influencia bienhechora de linajes llenos de tradición y de fuerza creativa en todos los grados de la jerarquía social —desde los más modestos hasta los más altos— constituye un precioso e insustituible factor de ordenación de la vida individual, del sector privado de la sociedad, o de la vida pública; y que, por la propia fuerza de la costumbre, acabe yendo a parar la dirección efectiva de los varios cuerpos privados a las manos de los linajes que se destacan como los más dotados para conocer a aquel grupo social, coordinarlo, colocar en él el lastre estabilizador de una robusta tradición, y darle el impulso vigoroso de un continuo perfeccionamiento en sus modos de ser y de actuar.
En esta perspectiva es legítimo que se forme en el ámbito de algunos de esos grupos una élite paranobiliaria, un linaje preponderante paradinastico, etc., hecho que contribuye también a dar origen en las comarcas y regiones rurales a la formación de “dinastías” locales, análogas en cierto modo a una familia dotada de majestad regia.
f) Sociedad jerárquica y, en cuanto tal, participativa — Padres regios y reyes paternales
Todo este cuadro hace ver a una nación como un conjunto de cuerpos, constituidos a veces por cuerpos menores, y así gradualmente, hasta llegar en línea descendente al simple individuo. Siguiendo el mismo recorrido en sentido inverso, se ve claramente el carácter progresivo —y, en cuanto tal, también jerárquico— de los varios cuerpos intermedios entre el simple individuo y el más alto gobierno del Estado.
Considerando que el tejido social está constituido por toda una abundante jerarquía de individuos, familias y demás sociedades intermedias, se concluye que, desde cierto punto de vista, la propia sociedad es un conjunto de jerarquías de diversas índoles y naturalezas que coexisten, se entreayudan, se entrelazan, y por encima de las cuales se destaca únicamente, en la esfera temporal, la majestad de la sociedad perfecta, el Estado; y, en la espiritual —más elevada—, la majestad de la otra sociedad perfecta, que es la Santa Iglesia de Dios.
Así vista, dicha sociedad de élites es altamente participativa; en ella cuerpos con peculiaridades propias comparten de arriba a abajo, de maneras diversas según su nivel social, categoría, influencia, prestigio, riqueza y poder, de tal manera que se puede decir que incluso en el más modesto hogar, el padre era antaño el rey de los hijos; y, en el ápice, el Rey era el padre de los padres. [7]
3. Orígenes históricos de la Nobleza feudal — Génesis del feudalismo
En este contexto resulta más fácil ver qué es exactamente la Nobleza: la clase que —al contrario de otras, que tienen sólo rasgos de nobleza— es enteramente noble, la nobleza por excelencia.
Una palabra sobre sus orígenes históricos abreviará la explicación.
a) La clase de los propietarios se constituye como Nobleza militar y también como autoridad política
Una vez que el grandioso imperio carolingio había sido reducido a escombros, los bárbaros se lanzaron sobre él en devastadoras incursiones. Como sus pobladores, acometidos por todos lados, no podían resistir con el recurso al muy debilitado poder de los reyes, se volvieron de modo muy natural hacia los propietarios de sus tierras buscando quien les dirigiese y gobernase en tan calamitosas circunstancias.
Accediendo a esa petición, éstos construyeron fortalezas para sí y para los suyos. El espíritu profundamente cristiano de aquel tiempo hacía que en esta designación de “suyos” no sólo estuvieran paternalmente incluidos los familiares del propietario, sino también la llamada sociedad heril, formada por los empleados domésticos y trabajadores manuales que habitaban en sus tierras, y sus respectivas familias. Para todos había refugio, alimento, asistencia religiosa y mando militar en aquellas fortalezas que, con el tiempo, se fueron transformando en los altivos castillos señoriales de los que restan hoy tantos ejemplares. A veces cabían en su recinto hasta los bienes muebles y el ganado de cada una de las familias de campesinos, puestos a salvo de los invasores.
Castillo de Saumur. Detalle de una miniatura del “Livre des très Riches Heures Du Duc de Bérry”.
En la reacción militar, el propietario rural y sus familiares eran los primeros combatientes. Su deber era mandar, estar en la vanguardia, en la peligrosa dirección de las ofensivas más arriesgadas o de las defensas más obstinadas. A la condición de propietario se sumó así la de jefe militar y héroe.
Naturalmente, en los intervalos de paz, esas circunstancias revertían en un poder político local sobre las tierras circundantes, lo que hacía del propietario un señor, un Dominus en el sentido pleno de la palabra, con funciones de legislador y juez que le proporcionaban un trazo de unión con el Rey.
b) Participación subordinada de la clase noble en el poder real
Así pues, la clase noble se formó como una participación subordinada en el poder real.
Resumiendo, estaba a su cargo el bien común de orden privado —la conservación e incremento de la agricultura y la ganadería, de las cuales vivían tanto nobles como plebeyos—, así como —por representar al Rey en aquella comarca— el bien común de orden público, más elevado, de naturaleza más universal, y por eso intrínsecamente noble.
Tenía, por fin, esta clase cierta participación en el ejercicio del poder central del monarca, pues los nobles de categoría más elevada eran frecuentemente consejeros normales de los reyes, y nobles eran también, en su mayor parte, los Ministros de Estado, los Embajadores y los Generales, cargos indispensables para el ejercicio del gobierno supremo del país.
Había un tal nexo entre las altas funciones públicas y la condición nobiliaria que incluso cuando convenía para el bien común que fueran elevados plebeyos al ejercicio de esas funciones, generalmente acababan recibiendo del rey Títulos nobiliarios que les alzaban -y muchas veces también a sus descendientes-, a la condición de nobles.
El propietario, colocado por la fuerza de las circunstancias en una misión más elevada que la mera producción agrícola —la de ejercer sobre la salus publica cierta tutela, en la guerra como en la paz— se encontraba así investido con los poderes que normalmente corresponderían a un Gobierno local. Así ascendía ipso facto a una condición más alta, en la cual le correspondía ser una especie de rey en miniatura; su misión participaba intrínsecamente de la nobleza de la propia misión real.
La figura del propietario-señor noble nacía así de la espontánea realidad de los hechos.
Esa misión, al mismo tiempo privada y noble, sufrió una paulatina ampliación conforme las circunstancias iban permitiendo a la Europa cristiana —más desahogada de aprensiones y peligros externos— conocer periodos más largos de paz, y durante mucho tiempo no cesó de ampliarse.
Primeras páginas del “Libro de Armería del Reino de Navarra”
c) Se delinean las regiones — El bien común regional — El señor de la región
Bajo las nuevas circunstancias los hombres pudieron ir ensanchando sus vistas, pensamientos y actividades a campos más vastos.
Se formaron las regiones, modeladas por factores locales tan diversos como características geográficas, necesidades militares, intercambios de intereses, afluencia de multitudes de peregrinos a santuarios dotados de gran atracción —situados a veces en zonas distantes—,de estudiantes a las Universidades de renombre, y de comerciantes a ferias famosas.
Contribuyeron a caracterizar dichas regiones las peculiares afinidades psicológicas provenientes de los más variados factores: la tradición de luchas llevadas en común contra un adversario externo, las semejanzas de lenguaje, costumbres, expresiones artísticas, etc.
El bien común regional abarcaba los diversos bienes comunes más locales. Era, por eso, más alto y noble.
Las riendas de ese bien común regional iban normalmente a parar a las manos de algún señor más poderoso, más representativo del conjunto de la región y, por lo tanto, más capaz de reunir sus diversas partes en un todo a efectos de guerra y de paz, sin perjuicio de las respectivas autonomías.
A ese señor regional —rey en miniatura en su región, como el simple señor-propietario en su comarca— le correspondía una situación y un conjunto de derechos y deberes intrínsecamente más nobles. A él, el señor feudal —en cuyo derecho de propiedad participaba un gran número de trabajadores manuales a través de un vínculo parecido a las actuales enfiteusis— pasaba a deberle un vasallaje análogo, no idéntico, al que aquél prestaba al Rey. Así se iba formando, en la cumbre de la jerarquía social, una jerarquía nobiliaria.
d) El rey medieval
Desde luego que, en principio nada de esto existía al margen del Rey —símbolo supremo del pueblo y del país— ni contra él, sino, por el contrario, debajo suyo, bajo su égida tutelar y poder supremo, para conservar a su favor ese gran todo orgánico de regiones y localidades autónomas que era entonces una nación.
Ni en las épocas en que este despedazamiento de facto del poder real fue llevado más lejos, se replicó jamás el principio monárquico unitario. Una nostalgia de unidad real —e incluso, en muchos lugares, de la unidad imperial carolingia, que abarcaba a toda la Cristiandad— nunca cesó de existir en la Edad Media. Así pues, a medida que los reyes fueron recuperando los medios para ejercer un poder que englobara efectivamente a todo el Reino y representara su bien común, lo fueron ejerciendo.
Sepulcro de Pedro III de Aragón y II de Cataluña, llamado El Grande, en el Monasterio de Santes Creus, Tarragona.
Claro está que ese inmenso proceso de fijación, de definición y de organización a nivel local y después regional, seguido de un proceso menor de rearticulación nacional unificadora y centralizadora, no se operó sin que apareciesen aquí y allá reivindicaciones excesivas, unilateral y apasionadamente formuladas por parte de quienes representaban justas autonomías o promovían necesarias rearticulaciones y, en general, todo esto condujo a guerras feudales a veces largas y que se entrelazaban con conflictos internacionales. Es el duro tributo pagado por los hombres en razón del pecado original, de sus pecados actuales, de la molicie o complacencia con que resisten al espíritu del mal o a él se entregan.
A pesar de estos obstáculos, fue así como se modelaron la sociedad y el Estado medievales, y no se entiende el sentido profundo de la historia del feudalismo y de la Nobleza sin tomar en consideración lo que dicho hasta aquí.
Los orígenes y el desarrollo del régimen feudal y de la jerarquía que lo caracteriza se dieron en los diversos Estados europeos de diferentes modos, bajo la acción de circunstancias diversas que no se aplicaron a todos ellos. Sin embargo, se puede describir a título de ejemplo el proceso constitutivo de ese régimen como acabamos de hacerlo.
Muchos rasgos de ese cuadro se encuentran en la historia de más de un reino que no tuvo un régimen feudal en el sentido pleno del término. Ejemplo significativo son las dos naciones ibéricas: España y Portugal. [8]
e) El régimen feudal: ¿Factor de unión o desunión? — La experiencia del federalismo contemporáneo
Muchos historiadores ven en el feudalismo instituido en ciertas regiones de Europa y en las situaciones agrarias parafeudales formadas en otras, peligrosos factores de desunión. Sin embargo, la experiencia ha demostrado que la autonomía en sí no es necesariamente un factor de desunión.
Nadie ve hoy en día factores de desunión en la autonomía de los Estados que integran las repúblicas federativas existentes en el Continente Americano sino, por el contrario, modos de relación ágiles, plásticos, fecundos, dentro de una unión entendida con inteligencia; porque regionalismo no quiere decir hostilidad entre las partes, ni entre éstas y el conjunto, sino autonomía armónica, así como riqueza de bienes espirituales y materiales, en los rasgos comunes a todas las regiones como en las características peculiares de cada una.
4. El noble y la Nobleza: interacción modeladora
a) Génesis — Un proceso consuetudinario
Con la vista puesta en la Nobleza descripta, como fue en los siglos en que estaba plenamente en vigor en los diversos países de la Europa medieval y post medieval, y en la figura que se forman hoy en día de ella sus miembros o admiradores —en Europa o en las naciones nacidas del Descubrimiento, pobladas y organizadas por el genio de los pueblos europeos, así como por el celo misionero de la Iglesia— se nota que la Nobleza se funda, hoy como antaño, en ciertos principios coherentes entre sí. Éstos componen una teoría que se ha conservado en sus líneas esenciales la misma semper et ubique, si bien que presentando notables variaciones según los tiempos y lugares.
Dicho cuerpo básico de doctrina lo vemos germinar en la mentalidad de los pueblos europeos de la alta Edad Media modelando la institución nobiliaria casi siempre por vía consuetudinaria; de modo que, históricamente, esta doctrina llegó a su más amplia aplicación en el apogeo de la Edad Media, pari passu a la plena y armónica expansión del feudalismo y sus consecuencias en el campo político, social y económico
Esta elaboración teórico-consuetudinaria, de amplios horizontes y sutiles rasgos multiformes, tuvo como agentes simultáneos y armónicos, no sólo a las familias nobles, sino también al resto del cuerpo social, especialmente al Clero, Universidades y otros cuerpos intermedios. Desde intelectuales, cuyo pensamiento habitaba los más altos páramos de la reflexión humana, hasta pequeños burgueses y simples trabajadores manuales intervienen en este proceso tan natural que continúa siendo en alguna medida el mismo en varios campos hasta en nuestro perturbado siglo.
b) Ejemplos en diversos campos
Así, el ejército alemán anterior a la I Guerra Mundial fue ampliamente modelado por la idea que de él se hacía la opinión pública, influenciada a fondo por el militarismo prusiano, y una influencia análoga llegó a “esculpir” el perfil del Kaiser Guillermo II, símbolo al mismo tiempo del ejército y de la nación.
Aunque con nota militar menos acentuada, afirmación semejante podría hacerse respecto a la idea que la opinión pública de otros países se hacía de sus respectivos monarcas y fuerzas armadas, como Francisco José en Austria y Eduardo VII en Inglaterra.
Nos hemos remontado a estos ejemplos que ya forman parte de la Historia por ser indiscutibles, si es que existe algo indiscutible en materias de esta naturaleza; pero para demostrar la perennidad del proceso, basta con mencionar la oleada de universal entusiasmo despertada por el antiguo y rutilante ceremonial del matrimonio entre Charles y Diana, Príncipe y Princesa de Gales.
En esa ocasión se pudo también apreciar cuánto ganó en estabilidad con dicha ceremonia el ya clásico perfil psicológico y moral que, según las viejas aspiraciones inglesas, deben tener el príncipe heredero y su esposa, así como las actualizaciones accidentales que aquel país quiere introducir en dicho perfil e, ipso facto, en la fisonomía general de la nación.
Estos ejemplos permiten ver claramente en qué consiste la fuerza consuetudinaria espontánea —creadora, conservadora o renovadora— que una nación entera, considerada en su globalidad y sin entrechoques ponderables entre diversas corrientes, puede desarrollar en su forma de modelar —en general lenta, prudente, mas renovadora— instituciones como la Nobleza.
5. La monarquía absoluta, hipertrofia de la realeza rumbo al Estado totalitario populista
El armónico resultado así alcanzado en la sociedad feudal comenzó a deshacerse con la diseminación de los principios de los legistas, [9] y también debido a otros factores. A partir de entonces, y hasta la Revolución de 1789, el Poder real fue caminando en toda Europa en el sentido de absorber cada vez más las antiguas autonomías y volverse continuamente más centralizador.
a) La monarquía absoluta absorbe los cuerpos y poderes a ella subordinados
Muy diferente de aquel sistema de élites superpuestas —nobles o no— que se podían encontrar en la Edad Media, era la índole de la realeza absoluta, que en casi todas las monarquías europeas fue reuniendo en las manos del Rey —el cual a su vez, se identificaba cada más con el Estado (“L’État, c’est moi”, [10] es la máxima atribuida generalmente a Luis XIV)— la plenitud de poderes otrora repartidos entre los cuerpos intermedios.
Al contrario del soberano feudal, el monarca absoluto de la Edad Moderna tiene en torno a sí una nobleza que le acompaña noche y día, y que le sirve principalmente de elemento decorativo, sin poder efectivo. Así, el rey absoluto se encuentra separado del resto de la nación por un foso profundo, un abismo. Típicamente fueron así los soberanos franceses de la Edad Moderna, quienes tuvieron en Luis XIV —el Rey Sol— su modelo más completo. [11]
A realizar dicho modelo tendían con mayor o menor afán los diversos monarcas del fin del siglo XVIII. Éstos producían al observador un primer impacto admirativo por su aparente omnipotencia, que sobrenadaba sólo en la superficie y no hacía sino ocultar la impotencia profunda en que se colocaban los reyes absolutos por su propio aislamiento.
b) Sólo le resta entonces apoyarse en burocracias civiles y militares — Las pesadas “muletas” de la realeza absoluta
Cada vez más desprovistos de vínculos vitales con los cuerpos intermedios de la nación, ya no contaban con sus apoyos naturales, o los tenían debilitados por el estado de creciente asfixia en que el propio absolutismo real los ponía.
Incapaces de mantenerse en pie, andar y luchar sin el sustentáculo de sus elementos constitutivos naturales —los cuerpos intermedios—, se veían obligados a apoyarse en redes de burocracia cada vez mayores.
Esos organismos burocráticos eran las pesadas muletas —relucientes pero frágiles— de esa monarquía de fines del siglo XVIII. Cuanto mayor es el funcionariado, más pesa; y cuanto más pesa, más gravoso les resulta a aquellos mismos que, para estar en pie y andar, están obligados a cargar con él.
Así fue la realeza absoluta y burocrática devorando a lo largo de los tiempos al Estado paternal, familiar y orgánico. Mencionaremos algunos ejemplos históricos que ilustran cómo se dio dicho proceso.
c) Centralización del poder en Francia
En Francia, los grandes feudos fueron siendo reabsorbidos por la Corona, principalmente por alianzas matrimoniales entre miembros de la Casa Real y herederas de grandes unidades feudales. Al mismo tiempo, una especie de fuerza centrípeta iba aglutinando en París los principales resortes de mando e influencia del Reino. Luis XIV desarrolló esta política en todas sus consecuencias.
La última absorción de un territorio feudal efectuada por la Corona francesa —por medio de negociaciones diplomáticas que tuvieron aún aspectos de un acuerdo de familia— tuvo por objeto el Ducado de Lorena. En el Tratado de Viena (1738) fue convenido entre Francia y Austria que Lorena pasaría a título vitalicio a Stanislao Leszczynski, Rey destronado de Polonia y padre de la Reina María Leszczynska, esposa de Luis XV. Cuando el suegro del Rey falleciera, dicho Ducado se incorporaría automáticamente al Reino de Francia, lo que efectivamente sucedió.
• Debilidad de la aparatosa omnipotencia bonapartista
El arquetipo aparatoso y terrible de la monarquía burocrática, que nada tenía ya de paternal, fue el Estado de Bonaparte, todo él militar, financiero y administrativo.
Después de haber vencido a los austríacos en Wagram (1809), Napoleón ocupó Viena durante algunos meses. Cuando las tropas francesas se retiraron por fin y el Emperador Francisco I de Austria pudo volver a su capital, los vieneses le ofrecieron una recepción festiva a fin de consolarle de la pesada derrota y de los infortunios a que él y su país habían estado sujetos. [12] Consta que, al conocer este hecho, el déspota corso no pudo evitar exhalar un gemido: “¡Qué Monarquía tan fuerte!”, dijo, calificando así a la Monarquía de los Habsburgo, quizá la más paternal y orgánica de la Europa de aquel tiempo…
El curso de la Historia mostró cuánta razón tenía Bonaparte. Derrotado definitivamente en Waterloo tras los Cien Días, nadie en Francia pensó en ofrecerle un homenaje festivo como reparación por la inmensa tragedia que sobre él se había abatido. Por el contrario, cuando el Conde de Artois, futuro Carlos X, entró oficialmente en París, por primera vez tras la Revolución, como representante de su hermano Luis XVIII, fueron grandes los festejos para celebrar a la dinastía legítima, que volvía del exilio sin los laureles de ninguna victoria militar; únicamente con el prestigio de un inmenso infortunio soportado con majestuosa dignidad. [13]
Después de su segunda y definitiva abdicación, aislado en su fracaso, Napoleón quedó reducido a la impotencia hasta el punto de tener que pedir asilo al Rey de Inglaterra, al jefe de uno de los Estados que más inexorablemente se le opuso; y ni siquiera la perspectiva de la destrucción de su trono suscitó en sus más allegados el ánimo suficiente para hacer alguna guerrilla o revolución inspirada en el amor filial de súbditos leales para con su monarca.
De alguna guerrilla o revolución, sí, a manera de las que levantó la lealtad monárquica en la Vendée y en la Península Ibérica a favor de sus Príncipes, o de las que la fidelidad inquebrantable de los bravos campesinos del Tirol, capitaneados por Andreas Hofer, despertó contra Napoleón a favor de la Iglesia Católica y de la Casa de Austria. A estos defensores de la Fe —así como de la Corona e independencia española y portuguesa, del Trono francés y de la monarquía de los Habsburgo— les tocó derramar su sangre por dinastías en las cuales aún estaban en vigor sensibles rasgos del paternalismo de antaño. En esto, como en muchas otras cosas, eran radicalmente diferentes, tanto del despotismo duro y arrogante de Napoleón, como del sordo y medroso de su hermano José, a quien “ascendió” autoritariamente de “Rey” de Nápoles a “Rey” de España.
Con excepción de la aventura de los Cien Días, el ejército francés, por su parte, aceptó disciplinadamente la caída de Napoleón. En efecto, por más épicos y brillantes que fueran los recuerdos que le unían al Corso, no tenían la fuerza de cohesión de vínculos familiares. Napoleón no podría decir de sus ejércitos lo que afirmara la Reina Isabel de Castilla, no sin cierta amargura, sobre el leal y aguerrido pueblo portugués: el secreto de su lealtad y dedicación estaba, según ella, en que los bravos combatientes portugueses, “¡hijos son [de su rey], y no vasallos!” [14]
d) La disolución del Sacro Imperio
El Sacro Imperio Romano Germánico, electivo desde su origen, pasó a ser de hecho hereditario en 1438, con Alberto II, el Ilustre, de la Casa de Austria. Desde entonces, el Colegio de los Príncipes Electores siempre designó para el Trono imperial al Jefe de esta misma Casa. Constituye una excepción, tan sólo en la apariencia, la elección de Francisco de Lorena en 1745, pues éste era esposo de la heredera de dicha dinastía, la Archiduquesa María Teresa de Habsburgo. Con el matrimonio de ambos se constituyó la Casa de Habsburgo-Lorena, continuadora legítima de aquélla al frente del Sacro Imperio. [15] Pero el carácter fuertemente federativo del Sacro Imperio subsistió hasta su disolución en 1806 por la renuncia del Emperador Francisco II (I de Austria), presionado por Napoleón. Éste último redujo drásticamente el número de unidades soberanas del extinguido Imperio al imponer en aquel mismo año la Confederación del Rin.
Escudo Imperial con el águila bicéfala de los Habsburgos y los escudos de los países de la monarquía austro-húngara. Abajo, el Emperador Francisco José, ante su Corte, escucha un discurso del Archiduque Francisco Fernando, heredero del trono, en su 60 cumpleaños de la subida al trono.
La posterior Confederación Germánica (1815-1866), que tenía al Emperador de Austria como presidente hereditario, representó un papel conservador en esta andadura centrípeta; sin embargo, la victoria de Prusia en la batalla de Sadowa (3 de julio de 1866) obligó a su disolución, formándose bajo hegemonía prusiana la Confederación de Alemania del Norte, de la cual fueron excluidos Austria y otros Estados de la Alemania del Sur. Tras la derrota de Napoleón III en 1870 se convirtió en el Reich alemán, mucho más centralizado, dentro del cual sólo se reconocían como soberanos veinticinco Estados.
El impulso centrípeto no habría de parar aquí; la Anschluss de Austria y la anexión del Sudetenland al III Reich condujeron este impulso al extremo del cual resultó la II Guerra Mundial.
La anulación de estas dos conquistas centrípetas de Adolfo Hitler, así como la reciente reincorporación de Alemania Oriental al actual Estado alemán, tal vez marquen el punto final de esas sucesivas modificaciones del mapa germánico.
e) El absolutismo en la Península Ibérica
Análogo fue en Portugal y España el curso de los acontecimientos rumbo al absolutismo real.
Con el ocaso de la Edad Media, la organización política y socioeconómica tendió gradualmente en ambos Reinos hacia la centralización. Esa tendencia fue aprovechada con destreza por los respectivos monarcas con la intención de ampliar y consolidar continuamente el poder de la Corona sobre los varios cuerpos del Estado, y especialmente sobre la alta Nobleza; de modo que, cuando estalló en el viejo continente la Revolución Francesa, el poder de los reyes de Portugal y de España había llegado a su auge histórico. Esto no se dio, naturalmente, sin múltiples fricciones entre los monarcas y la Nobleza.
Esta tensión tuvo en Portugal episodios dramáticos tanto en el reinado de D. Juan II —con aplicación de la pena capital al Duque de Braganza y otros grandes nobles, así como la muerte del Duque de Viseu, hermano de la Reina, apuñalado en presencia del Monarca— como en el reinado de D. José I, con la ejecución pública del Duque de Aveiro y de algunas de las más destacadas figuras de la aristocracia, sobre todo de la ilustre Casa de los Távoras.
En España, dicha tendencia centralizadora —que ya se podía notar en diversos monarcas de la Casa de Trastámara y va creciendo hasta llegar a su auge en el siglo XVIII, con los Reyes de la Casa de Borbón— se define completamente durante el gobierno de los Reyes Católicos. La prohibición de construir nuevos castillos, la destrucción de muchos otros, la limitación de los privilegios nobiliarios, así como la transferencia a la Corona de Castilla del señorío de las plazas marítimas, fueron algunas de las medidas iniciales tomadas por Isabel y Fernando, y tuvieron como efecto una disminución del poder de la Nobleza. Concomitantemente, los Maestrazgos de las principales Órdenes Militares fueron incorporados a la Corona.
Al final de esa evolución —aún antes de 1789— la llamada Nobleza histórica se mostraba cada vez más afecta a gravitar en torno al soberano, residía en la capital y no raras veces se hospedaba en el propio Palacio Real, de modo semejante a lo que ocurría en otros países de Europa, sobre todo en Francia, donde el Rey Sol y sus sucesores se hallaban cercados de las inigualables magnificencias del palacio de Versalles.
La vida de Corte, en la cual esa Nobleza ejercía altas funciones, le absorbía buena parte de su tiempo, y le exigía la manutención de un fastuoso tren de vida, para lo cual frecuentemente no le bastaban las rentas producidas por sus tierras patrimoniales. En consecuencia, los reyes remuneraban los cargos áulicos de buena parte de esta Nobleza; pero, aun así, no eran raros los casos en que la suma de esa remuneración y de las rentas territoriales no bastaba. En más de una Corte resultaron de ahí endeudamientos devastadores, rotos, a veces, por medio de mésalliances con personas de la alta burguesía, o remediados por medio de subsidios concedidos por los reyes a título de favor.
• Debilitamiento de la Nobleza y del propio poder real a consecuencia del absolutismo
Después de las malhadadas invasiones napoleónicas de España (1808-1814) y Portugal (1807-1810), sus respectivos regímenes monárquicos se fueron liberalizando cada vez más. Las Coronas fueron perdiendo mucha de su influencia política y socio-económica. Mientras tanto, los Títulos de Nobleza que los reyes portugueses y españoles iban distribuyendo con creciente liberalidad, acabaron por incluir en esta clase —por mera preferencia personal del Monarca, o por servicios prestados al Estado o a la sociedad en los más variados campos— a numerosas personas que no habían nacido en ella. [16]
Descontados los excesos que de vez en cuando se verificaban en la concesión de Títulos, dicha ampliación de los cuadros de la Nobleza correspondía a la necesidad de atender las exigencias equilibradas de las transformaciones socio-económicas, reconociendo el valor, tantas veces efectivo, de dichas actividades para el bien común. Sin embargo, faltó en muchos casos criterio para discernir quién era realmente digno de ese honor, desmereciéndose así la consideración de que la Nobleza gozaba antaño. Con ello, pasaba a ser menos expresivo el premio que recibían estos o aquellos auténticos propulsores del bien común al ser introducidos en un cuerpo social como el de la Nobleza, que sólo tiene que perder con la falta de una juiciosa y discreta selección, pues Nobleza y selección son conceptos correlativos.
En España, la proclamación de la República en 1873 y en 1931, y las restauraciones monárquicas que la siguieron dieron ocasión a otras tantas supresiones y reintegraciones de los derechos y Títulos de la Nobleza, con evidente trauma para el cuerpo nobiliario. En Portugal, tras la proclamación de la República en 1910, los Títulos nobiliarios, distinciones honoríficas y derechos de la Nobleza fueron abolidos. [17]
f) El Estado burgués superpotente y el estado comunista omnipotente
En síntesis, y también a mero título de rápida mirada retrospectiva sobre el estado actual de ese proceso centralizador, puede decirse que en el siglo XIX ya se esbozaba el Estado burgués superpotente en naciones apenas residualmente monárquicas, o ya ruidosamente republicanas.
A lo largo de la belle époque, del periodo de entreguerras y de la post-guerra de 1945, las Coronas fueron cayendo unas detrás de otras, y el Estado democrático superpotente fue abriendo los caminos de la Historia para el Estado proletario omnipotente.
6. Génesis del Estado contemporáneo
a) El ocaso de las regiones — La marcha rumbo a la hipertrofia del poder real
Como vimos, al comenzar la Edad Moderna el modelo feudal se encuentra en el inicio de un acentuado proceso de decadencia política. El poder real va consolidándose y llegará a hipertrofiarse en los siglos XVII y XVIII. Comienza a nacer el Estado contemporáneo, basado cada vez menos en la aristocracia rural, en la autonomía y el impulso creador de las regiones, y cada vez más en órganos burocráticos, a través de los cuales se va extendiendo a todo el país la acción del Estado.
Las vías de comunicación, gradualmente más transitables y protegidas contra el bandidaje endémico de los siglos anteriores, favorecen intercambios entre las diferentes regiones del país. La expansión del comercio y el nacimiento de nuevas industrias van uniformizando el consumo.
Los regionalismos de todo tipo entran en decadencia y la formación de centros urbanos cada vez mayores va desplazando el centro de gravedad de las micro-regiones hacia las macro-regiones y de éstas para las metrópolis. La capital se va convirtiendo en el gran polo de atracción de las energías centrípetas de todo el territorio, y el foco de irradiación del mando emanado de la Corona. Pari passu, la Corte atrae cada vez más a la Nobleza antaño preponderantemente rural; ésta se establece alrededor del rey, punto de partida de la dirección, o sea, de la irradiación de todo lo que se hace en el país.
b) El absolutismo real se transforma en absolutismo de Estado bajo el régimen democrático-representativo
Este proceso centrípeto gradual e implacable conserva una línea de continuidad con las formas cada vez más absorbentes de los tipos de Estado nacidos por fin en los siglos XIX y XX. Así, pues el Estado republicano burgués del siglo XIX fue, a pesar de sus aspectos liberal-democráticos, más centralizador que el Estado monárquico de la fase anterior. En él se dio un incontestable proceso de democratización [18] que abrió las puertas del Poder a las clases no nobles; pero estas mismas puertas fueron cerrándose gradualmente para las clases nobles, forma bastante discutible de practicar la igualdad. Mientras tanto, la libertad se hacía cada vez más escasa para los ciudadanos, sobre cuyo conjunto iba pesando la creciente mole de legislaciones en continua expansión.
c) La piramidalización centrípeta — La superpiramidalización — Dos ejemplos: Banco y mass-media
Para tener un cuadro global del efectivo ocaso de las libertades en el siglo XIX es necesario considerar que también en la esfera privada fue manifestándose una tendencia a la piramidalización, al entrelazamiento de empresas o instituciones en bloques cada vez más amplios que absorbían a cualquier unidad autónoma que se resistiera a integrarse en la pirámide competente. En el ápice de esas pirámides existían —o aún existen— grandes fortunas que controlaban a las gradualmente menores del conjunto, con lo que los propietarios de pequeñas y medianas empresas perdían buena parte de su libertad de acción ante la competencia y presiones del macrocapitalismo.
Por la propia naturaleza de las cosas, se superponían, por encima de ese conjunto de pirámides, algunas entidades dotadas de una fuerza de liderazgo aún mayor. Ejemplo, el sistema bancario y los mass-media.
En nuestro siglo, este proceso se ha incrementado acentuadamente gracias a los nuevos inventos, al continuo progreso de la ciencia y de la técnica.
La concentración del capital particular en las manos de unos pocos propietarios de grandes fortunas puede conducirnos a otra consecuencia. Se trata de la posición del macro-capitalismo frente al Estado.
En el mundo burgués —en apariencia, alegremente liberal-democrático; en realidad, cada vez más democrático y nivelador bajo cierto punto de vista, pero menos liberal bajo otro— ha pasado a producirse una extraña inversión de valores. Los bancos y mass-media son normalmente propiedades privadas; pertenecen a individuos; sin embargo, esas grandes fuerzas cuentan en no raras ocasiones, con un poder nítidamente mayor que el de la Nobleza del s. XIX, e incluso que el de la anterior a la Revolución Francesa.
Interesa señalar que esas fuerzas acaban teniendo sobre el Estado un poder mayor que el que éste tiene sobre ellas. Bancos y mass-media disponen de más medios para influir a fondo en el nombramiento de los cargos electivos de la mayor parte de las democracias modernas, que los que éste tiene para intervenir en la elección de las grandes autoridades de los bancos y mass-media privados. En muchas ocasiones concretas aquel ha sentido que se encontraría desaparejado si no asumiera el papel de gran empresa bancaria o periodística, invadiendo así la esfera privada… que, a su vez, había invadido la estatal.
¿Convergencia? No; camino hacia el caos, diríamos.
En lo que se refiere a la plena libertad de acción y desarrollo, esta confrontación entre el Estado y el macro-capitalismo no trae ningún beneficio económico ni político al ciudadano común.
Basta considerar el cuadro que se presenta frecuentemente en días de elecciones. Ante la mesa que preside cada colegio electoral desfilan las multitudes. Entre ellas, como un ciudadano cualquiera, pasa el magnate de la nobleza antitética [19] del siglo XX y deposita su voto, consciente de que valdrá tanto o tan poco como el del más obscuro ciudadano.
Días después, se publican los resultados del escrutinio. El magnate los comentará en su club como lo haría un ciudadano cualquiera, como si hubiese contribuido al resultado en la misma medida que un votante común; pero aquellos que, al oírle, saben que de él depende una cadena de órganos de publicidad capaz de condicionar notablemente el voto de las masas amorfas y desorientadas de nuestros días, ¿podrán mantener en su fuero íntimo esa misma ilusión?
d) El capitalismo de Estado: continuación de la línea centrípeta y autoritaria anterior — Sepulcro de lo que le ha antecedido
Así, ¿qué trajo de nuevo el capitalismo de Estado a los países en que fue implantado?
Por influencia próxima o remota de la ideología de 1789, acentuó hasta el infinito la línea centrípeta precedente; [20] hizo del Estado un Leviatán, ante cuya omnipotencia las atribuciones de reyes y nobles de las épocas anteriores parecen pequeñas, si no corpusculares. Al absorber absolutamente todo con su fuerza de atracción devoradora, el colectivismo de Estado sepultó, en el mismo nada, como en una tumba, a reyes y nobles, así como a las aristocracias antitéticas [21] que habían llegado al punto culminante de su andadura histórica.
e) Un sepulcro — Dos trilogías
¿Han sido sólo esas las víctimas de la gangrena colectivista?
¡No! También los estratos sucesivamente inferiores de la burguesía. El poder de absorción del “Leviatán” colectivista no perdonó ni a un solo hombre, ni un solo derecho individual. Hasta los más elementales de esos derechos —aquellos que no le corresponden en virtud de una ley elaborada por el Estado, sino por la fuerza del orden natural de las cosas, expresado con sabiduría y simplicidad divinas en el Decálogo— han sido invariablemente negados por el colectivismo a cada uno de los pueblos sobre los que instaló su poder, así como a cada uno de los infelices individuos que los constituyen. Es lo que la experiencia histórica, claramente patente ahora en el siniestro panorama desvelado tras la caída del Telón de Acero, ha hecho evidente para todo el género humano. Hasta el derecho a la vida ha sido absorbido por el Estado colectivista, negando así al hombre lo que la moda ecológica actual se esfuerza por garantizar al menor y más repugnante gusano.
Estatua de Don Rodrigo Díaz de Vivar, El Cid Campeador, en Burgos, por Juan Cristóbal.
Así pues, los obreros, los más insignificantes siervos del Estado, han sido los más recientes ocupantes de esa tumba, cuyo epitafio podría designar globalmente a esas víctimas de anteayer, de ayer y de hoy, por medio de los tres grandes principios negados por el colectivismo:
TRADICIÓN — FAMILIA — PROPIEDAD,
cuya negación despertó la valiente y polémica contestación del mayor conjunto de entidades anticomunistas de inspiración católica del mundo moderno.
Y como, según ciertas leyendas, los sepulcros de las víctimas de injusticias clamorosas son sobrevolados por confusos y atormentados torbellinos de espíritus malignos, se podría imaginar, flotando sobre esa agitada, febril y ruidosa ronda otra trilogía:
MASIFICACIÓN — SERVIDUMBRE — HAMBRE.
f) ¿Qué queda hoy de la Nobleza? — La respuesta de Pío XII
Una vez extinguida la independencia administrativa de las regiones bajo el peso del totalitarismo revolucionario, y concomitantemente abolidas por el creciente igualitarismo de la Edad Contemporánea las especiales funciones y los correlativos privilegios que hacían de la Nobleza en la Edad Media y el Antiguo Régimen un cuerpo social y político definido, cabe preguntarse: ¿Qué queda hoy de ella?
Pío XII responde categóricamente: “Se ha pasado una página de la Historia, se ha terminado un capítulo, se ha colocado el punto que indica el final de un pasado social y económico.” [22]
Sin embargo, de esta clase a la que nada de palpable resta, el Pontífice espera el ejercicio de una alta función para el bien común. Esta función es descripta por él con precisión y evidente complacencia en sus varias alocuciones; y su pensamiento sobrevive claramente en las alocuciones de Juan XXIII y de Pablo VI al Patriciado y a la Nobleza romana, y a la Guardia Noble Pontificia.
Para comprender enteramente este delicado, sutil e importante tema, conviene volver a nuestra exposición histórica retrospectiva, considerando el curso de los acontecimientos bajo un ángulo peculiar.
7. El perfil moral del noble medieval
En todo cuerpo social constituido por los profesionales de un mismo ramo específico, es fácil notar cuanta influencia ejerce la actividad profesional sobre la configuración de espíritu, el perfil intelectual y moral de los que la ejercen y también sobre las relaciones domésticas o sociales extrínsecas al ámbito profesional.
En la Edad Media y en el Antiguo Régimen la condición nobiliaria no podía ser equiparada estrictamente a una profesión. De cierto punto de vista, ser noble era un modo de ganarse la vida; pero, desde otro, era mucho más. La condición nobiliaria marcaba a fondo a quien gozaba de ella, y a toda su familia, por medio de la cual habría de ser transmitida a lo largo de los siglos a las generaciones venideras. El Título de Nobleza se incorporaba al apellido y a veces lo sustituía; el blasón de armas pasaba a ser el emblema de la familia, y la tierra sobre la cual el noble ejercía su poder adquiría en la mayoría de los casos su propio nombre, cuando no ocurría lo contrario y era el noble quien incorporaba a su Título el nombre de la tierra. [23]
a) En la guerra como en la paz, ejemplo de perfección
Dos principios esenciales definían la fisonomía del noble:
Para ser el hombre modelo puesto en la cumbre del feudo como la luz en el candelero tenía antes que ser, por definición, un héroe cristiano dispuesto a todos los holocaustos a favor del bien de su rey y de su pueblo, así como el brazo temporal armado en defensa de la Fe y de la Cristiandad en las frecuentes guerras contra paganos y herejes.
Pero, al mismo tiempo, él y toda su familia tenían que dar a sus subordinados y pares un buen ejemplo en todo, o mejor, un ejemplo excelente. Tanto en la virtud como en la cultura, en el impecable trato social, el buen gusto, la decoración del hogar, los festejos, su ejemplo debía impulsar a todo el cuerpo social para que, análogamente, cada cual mejorase también en todo.
b) El caballero cristiano — La dama cristiana
Estos dos principios tenían un alcance práctico admirable. Durante la Edad Media fueron aplicados con autenticidad de convicciones y sentimientos religiosos, y se trazó así en la cultura europea —y después en la de todo Occidente— la fisonomía espiritual del caballero cristiano y de la dama cristiana.
A lo largo de los siglos, y a pesar de las sucesivas diluciones infligidas a su contenido por la progresiva laicización del Antiguo Régimen, los conceptos de caballero, o de caballero y dama, han designado siempre la excelencia del tipo humano, e incluso continúan designándola en nuestros días, cuando, desgraciadamente, ambos calificativos están quedando anticuados.
Aunque la Nobleza haya perdido en Italia —hacia donde Pío XII dirigía especialmente su mirada— así como en tantos países, todo lo que acabamos de ver, le queda principalmente un supremo y postrero tesoro: esa excelencia del tipo humano; ésta no puede ser conocida a fondo sin considerar cómo y por qué se formó a lo largo del proceso generador del feudalismo y de la jerarquía feudal.
El Marqués de Espínola recibe, de manos de Justino de Nassau, las llaves de Breda, que capitula después de una resistencia intrépida.
El admirable cuadro de Velázquez refleja toda una tradición de nobleza de alma, y de cortesía nacida de la caridad, que se expresa hasta en el rudo y humillante momento de la rendición (Velázquez, Museo del Prado, Madrid).
La Princesa Doña Juana de Austria, hermana de Felipe II. Cuadro de Cristóvão de Morais. Museo Real de Bellas Artes. Bruselas.
c) Holocausto, buenas maneras, etiqueta y protocolo — Simplificaciones y mutilaciones impuestas por el mundo burgués
Holocausto. Esta palabra merece ser subrayada, pues tenía en la vida del noble una importancia central, que se hacía sentir hasta en la vida social, bajo la forma de un ascetismo que la marcaba a fondo. Las buenas maneras, la etiqueta y el protocolo se modelaban según padrones que exigían al noble una continua represión de todo lo que hay de vulgar, burdo y hasta humillante en tantos impulsos del hombre. La vida social era, bajo algunos aspectos, un sacrificio continuo que se iba haciendo más exigente a medida que la civilización progresaba y se quintaesenciaba.
La afirmación puede quizá despertar la sonrisa escéptica de no pocos lectores. Para que éstos ponderen bien lo que hay en ella de real bastará con que consideren las mitigaciones, simplificaciones y mutilaciones que el mundo burgués nacido de la Revolución Francesa viene imponiendo gradualmente a las etiquetas y ceremoniales sobrevivientes en nuestros días. Todas esas alteraciones se dirigen invariablemente a proporcionar despreocupación, comodidad y confort burgués a los magnates del arribismo, decididos a conservar cuanto les sea posible, en el seno de su opulencia recién nacida, la vulgaridad de sus anteriores condiciones de vida; así la erosión de todo buen gusto, de todas las etiquetas y bellos modales se ha venido haciendo por obediencia a un deseo de laissez-faire, de relajamiento, y por el dominio del capricho inopinado y extravagante del hippismo, que encontró su apogeo en 1968 en la descabellada rebelión de la Sorbona y en los movimientos tipo punk, dark, etc., que le han seguido.
d) Diversidad armónica en la práctica de las virtudes evangélicas: En la humildad del estado religioso — En medio de las grandezas y esplendores de la sociedad temporal
Conviene describir aquí un aspecto espiritual que se destaca acentuadamente en numerosos miembros de la Nobleza.
Muchos santos, nacidos nobles, renunciaron enteramente a su condición social para practicar, en el anonadamiento terrenal del estado religioso, la perfección de la virtud. ¡Qué espléndidos han sido los ejemplos que así han dado a la Cristiandad y al mundo!
Pero otros santos, también nacidos nobles, se conservaron en las grandezas de esta tierra, realzando así a los ojos de las demás categorías sociales, con el prestigio inherente a su condición socio-política, todo lo que hay de admirable en las virtudes cristianas, y dando un buen ejemplo moral a toda la colectividad a la cabeza de la cual se encontraban. Con ello obtenían grandes beneficios no sólo para la salvación de las almas, sino también para la propia sociedad temporal. En efecto, nada hay más eficaz para el Estado y para la sociedad que tener en sus más elevados niveles a personas aureoladas con la alta y sublime respetabilidad que irradia la personalidad de los santos de la Iglesia católica.
Esos santos tan dignos de reverencia y admiración por su elevada condición jerárquica se hacían particularmente amables a los ojos de la multitud por practicar de modo constante y ejemplar la Caridad cristiana. Son innumerables los nobles beatificados o canonizados que, sin renunciar a los honores terrenos que merecían por su origen, se destacaron por su particular amor a los desamparados, es decir, por su marcada opción preferencial por los pobres.
En este mismo solícito servicio a los necesitados, brillaron también con frecuencia aquellos nobles que prefirieron los admirables despojamientos de la vida religiosa para hacerse pobres con los pobres, y así aligerarles sus cruces de la vida terrena y preparar sus almas para el Cielo.
Hacer aquí mención de los tan numerosos nobles de uno y otro sexo que practicaron las virtudes evangélicas en medio de las grandezas y esplendores de la sociedad temporal, así como de los que las practicaron abandonando la vida secular, por amor a Dios y al prójimo, alargaría excesivamente este trabajo. [24]
e) Cómo gobernar — cómo no gobernar
Gobernar no es sólo, ni principalmente, hacer leyes, dictar sanciones para sus trasgresores y compeler a la población a que las obedezca mediante una burocracia tanto más eficaz cuanto mayor sea su alcance, y una fuerza policial tanto más coercitiva cuanto más capacitada esté para invadir e intimidar. Así se puede gobernar, en la mejor de las hipótesis, una prisión, pero no un pueblo.
Como se ha observado, para gobernar hombres es necesario, antes que nada, ganarse su admiración, confianza y afecto. A ese resultado no se llega sin una profunda consonancia de principios, anhelos y rechazos, sin un cuerpo de cultura y tradiciones comunes a gobernados y gobernantes.
Los señores feudales alcanzaron, en general, dicha consonancia en sus territorios mediante un continuo estímulo de las poblaciones rumbo a lo excelente en todos los campos. Incluso para conseguir el consenso popular a favor de las guerras a que les llevaban las condiciones de su época, la Nobleza usó métodos persuasivos, entre los cuales el dar entero y prioritario apoyo a las predicaciones de la Jerarquía eclesiástica acerca de las circunstancias morales que podrían hacer legítima una guerra emprendida por motivos religiosos o por motivos temporales.
f) El bonum y el pulchrum de la guerra justa — Los caballeros lo sentían hasta el fondo del alma
La Nobleza hacía brillar el bonum de la guerra justa, al mismo tiempo que el pulchrum, en la fuerza de expresión del ceremonial bélico, en el esplendor de los armamentos, de los arreos de los caballos, etc. La guerra era para el noble un holocausto en pro de la glorificación de la Iglesia, de la libre difusión de la Fe, del legítimo bien común temporal; holocausto hacia el cual se ordenaba de modo análogo a como lo hacían los clérigos y religiosos con respecto a los holocaustos morales inherentes a su estado.
Los caballeros, que no siempre eran nobles, sentían hasta el fondo del alma el bonum y el pulchrum de ese holocausto, y en ese estado de espíritu partían para la guerra. La belleza con que rodeaban las exterioridades de su actividad militar estaba lejos de significar para ellos un medio de seducir y llevar consigo libremente a los hombres válidos de la plebe —para los cuales era desconocido el reclutamiento obligatorio, con la amplitud y duración indefinida de las movilizaciones generales de nuestros días—; pero esto no obstante producía sobre el espíritu de las poblaciones ese efecto.
En aquellos siglos de Fe ardiente actuaban sobre el público, mucho más que esas brillantes apariencias, las enseñanzas de la Iglesia; y éstas no dejaban dudas sobre el hecho de que la guerra santa podía ser, más que simplemente lícita, un deber para todo el pueblo cristiano, incluidos tanto los nobles como los plebeyos. [25]
8. La Nobleza en nuestros días — Magnitud de su misión contemporánea
a) Substracto esencial de todas las noblezas, cualquiera sea su nacionalidad
En vista de todo lo anterior, ¿cuál es el substracto del tipo humano característico de la Nobleza?
La erudición histórica viene acumulando datos sobre el origen de esta clase, la función política, social y económica que le ha correspondido a lo largo de los siglos, su específica influencia en la moralidad, usos y costumbres de la sociedad, así como sobre su ejercicio del mecenazgo en beneficio de las artes y de la cultura.
¿Qué es un noble?
Es alguien que forma parte de la Nobleza; pero esa participación implica que ha de corresponder a un determinado tipo psicológico y moral que, a su vez, modela al hombre entero; de manera que —por considerables que hayan sido las transformaciones sufridas a lo largo de los siglos, o las variedades que presente según las naciones— la nobleza acaba siendo siempre una. Por más que un magnate húngaro sea diferente de un grande de España, o un duque o un par de Francia posea características diversas de las de un duque del Reino Unido, de Italia, Alemania o Portugal, a los ojos del público un noble es siempre un noble, un conde es siempre un conde, un barón siempre un barón, un hidalgo o gentilhombre siempre un hidalgo o gentilhombre.
Las vicisitudes históricas por las cuales ha pasado la Nobleza han modificado de modo inconmensurable su situación, de manera que, en nuestros días, si no pocos de sus miembros continúan en el vértice de la riqueza y del prestigio, otros se encuentran en el vórtice de la pobreza, obligados a duros y humildes trabajos para mantener su existencia, vistos incluso con sarcasmo y desdén por tantos contemporáneos imbuidos del espíritu igualitario y burgués difundido por la Revolución Francesa, cuando no despojados de sus bienes, pisoteados y reducidos a una condición proletaria por los regímenes comunistas de cuya dominación despótica no hayan conseguido escapar a tiempo.
b) La Nobleza: un modelo de excelencia — Impulso hacia todas las formas de elevación y perfección [26]
Privada de todo poder político en las repúblicas contemporáneas, y contando únicamente con vestigios de él en las monarquías; teniendo en el mundo de las finanzas una representación escasa; desempeñando en la Diplomacia y en el mundo de la cultura y del mecenazgo un papel menos patente que el de la burguesía, la Nobleza de hoy no es en la mayor parte de los casos sino un residuo; residuo precioso que representa a la tradición y consiste esencialmente en un tipo humano.
A este tipo humano, ¿cómo podemos definirlo?
El curso de los hechos nos ha llevado a que la Nobleza haya venido constituyendo durante siglos —e incluso en nuestra sociedad intoxicada de igualitarismo, vulgaridad y corrupción moral— un modelo de excelencia para la edificación de todos los hombres y, en cierto sentido, para que reciban merecido realce las cosas excelentes dignas de ello, pues cuanto más se dice de un objeto que es noble, aristocrático, más se acentúa que es excelente en su género.
Aún en las primeras décadas de este siglo dominaba en la sociedad temporal, al menos en sus líneas generales, la tendencia a siempre mejorar, en los más variados campos y bajo los más diversos puntos de vista; esta afirmación, sin embargo, debería ser muy matizada al tratar de la religiosidad y de la moralidad pública o privada.
Hoy en día, por el contrario, es imposible esconder que una tendencia omnímoda hacia la vulgaridad, la extravagancia delirante, y en muchas ocasiones hacia el brutal y descarado triunfo de lo obsceno y hediondo va ganando terreno. En este sentido, la revolución de la Sorbona de 1968 fue una detonación de alcance universal que puso en movimiento los gérmenes incubados en el mundo contemporáneo. El conjunto de esos fenómenos trae consigo una acentuadísima marca de proletarización, tomado dicho término en su sentido más peyorativo.
Sin embargo, el viejo impulso hacia todas las formas de elevación y perfección nacido en la Edad Media, y desarrollado desde ciertos puntos de vista en los siglos sucesivos, no por ello ha muerto; por el contrario, frena en alguna medida la velocidad de expansión de su opuesto, e incluso consigue en varios ambientes una tal o cual preponderancia.
En el pasado fue misión de la Nobleza cultivar, alimentar y difundir ese impulso de todas las clases hacia lo alto. El noble estaba vuelto por excelencia hacia esa misión en la esfera temporal, como el Clero en la espiritual.
Símbolo de ese impulso, personificación, libro vivo en el cual toda la sociedad podía “leer” todo lo que nuestros mayores, ávidos de elevación en todos los sentidos, anhelaban e iban realizando: así era el noble.
Así era él, sí; y ese precioso impulso es quizás lo mejor de lo que conserva de todo lo que fue. Hombres de nuestros días se vuelven en número creciente hacia él indagando con muda ansiedad si sabrá conservarlo e incluso ampliarlo valientemente, para salvar al mundo del caos y las catástrofes en que se va hundiendo.
Si el noble del siglo XX se mantiene consciente de esta misión y, animado por la Fe y por el amor a una tradición bien entendida, hace todo lo posible para cumplirla, alcanzará una victoria de grandeza no menor que la de sus antepasados cuando contuvieron a los bárbaros, repelieron para más allá del Mediterráneo al Islam y, bajo el mando de Godofredo de Bouillon, derribaron las puertas de Jerusalén.
c) El punto de máxima insistencia de Pío XII
De todo lo que antaño la Nobleza fue o tuvo, le ha quedado “solamente” esa excelencia multiforme junto con un conjunto residual de medios, los indispensables para que, en la mayor parte de los casos, no decaiga a una situación proletarizante.
“Solamente”… ; y realmente, ¡qué poco es eso en relación a lo que eran y tenían los nobles! Pero, ¡cuán mejor es esto que la vulgaridad burda y jactanciosa de tantos otros de nuestros contemporáneos!
En las vulgares y adineradas corrupciones no raras de la jet set; en las extravagancias de más de uno de los millonarios que aún existen; en los egoísmos, comodidades desenfrenadas y excesos de precaución sanchopancescos de ciertos burgueses, ¡cuántos fallos y lagunas hay, si se les compara con lo que aún resta de excelencia en las verdaderas aristocracias!
Ahí se encuentra el punto de máxima insistencia de las alocuciones de Pío XII al Patriciado y a la Nobleza romana. El Pontífice muestra a los eminentes partícipes de esa categoría, y en ellos al mundo entero, que esta excelsa característica de la Nobleza le confiere un lugar inconfundible entre las clases dirigentes que van emergiendo de las nuevas condiciones de vida; lugar de notoria importancia religiosa, moral y también cultural, que hace de ella un precioso valladar ante la torrencial decadencia del mundo contemporáneo.
d) La Nobleza: fermento, y no mero polvo del pasado — Misión sacerdotal de la Nobleza para elevar, purificar y pacificar al mundo
Ya Benedicto XV (1914-1922), en su alocución de 5 de enero de 1920, proferida poco después de haber terminado la I Guerra Mundial, al dirigir al Patriciado y a la Nobleza Romana palabras de ardiente elogio a la conducta dedicada y heroica que mantuvieron en los días dramáticos del conflicto, hizo ver toda la importancia de la misión que se abría para ellos en el subsiguiente periodo de paz.
En aquella ocasión hizo mención el Pontífice a “otro sacerdocio semejante al sacerdocio de la Iglesia: el de la Nobleza.” Con esas palabras no se refiere únicamente al buen ejemplo dado por el Patriciado y la Nobleza romana durante la guerra, sino que se eleva a un plano más alto para afirmar que hay algo de sacerdotal en lo intrínseco de la misión de la Nobleza. Este elogio de la Nobleza en cuanto tal no podía ser mayor, sobre todo en los labios de un Papa.
El Papa Benedicto XV, al término de la I Guerra Mundial, elogió con ardor la conducta dedicada y heroica del Patriciado y de la Nobleza romana, en los días dramáticos del conflicto, haciendo mención a “un otro sacerdocio semejante al sacerdocio de la Iglesia: el de la nobleza”.
Es verdad que el Pontífice no tiene la intención de equiparar la condición de noble a la de sacerdote; no afirma la identidad entre una y otra misión, sino tan sólo una notable semejanza, y desarrolla este principio con citas de San Pablo; pero para dar todo el relieve a la autenticidad de los deberes del noble en el campo de la Fe y de la moralidad, sus enseñanzas se revisten de una impresionante fuerza de expresión:
“Junto al regale Sacerdotium de Cristo, vosotros, oh nobles, habéis sido elevados a la condición de genus electum de la sociedad; y vuestra actuación ha sido la que, por encima de cualquier otra, más se ha asemejado a la del Clero y ha emulado su obra. Mientras el sacerdote, con su palabra, con su ejemplo, con su valor, con las promesas de Cristo, asistía, sostenía y confortaba, la Nobleza cumplía también su deber en los campos de batalla, en las ambulancias, en las ciudades, en los campos; y, combatiendo, asistiendo, prodigándose o muriendo (…) mantenía la fidelidad a las tradiciones de las glorias pasadas y a las obligaciones que su condición impone.
“Por lo tanto, si grato Nos resulta el elogio hecho a los sacerdotes de nuestra Iglesia por la obra realizada en el doloroso periodo de la guerra, es cosa justa que Nos rindamos también la debida alabanza al sacerdocio de la Nobleza. Uno y otro sacerdocio son ministros del Papa porque en horas tristísimas han interpretado bien sus sentimientos.”
Benedicto XV pasa a hablar de los deberes de la Nobleza en el período que se abría:
“¡Y cómo no habremos Nos de decir que el sacerdocio de la Nobleza —por ser aquel que proseguirá sus obras beneméritas también en tiempo de paz— será visto por Nos con particular benevolencia! ¡Ah, del ardor del celo desplegado en días nefastos, deducimos con complacencia la constancia de propósitos con que los Patricios y los Nobles de Roma continuarán realizando en horas más felices las santas empresas con que se alimenta el sacerdocio de la Nobleza!
“El Apóstol San Pablo amonestaba a los nobles de su tiempo para que fueran o volvieran a ser como su condición lo exigía. Sin embargo, no satisfecho con haberles dicho que debían ser modelo en el obrar, en la doctrina, en la pureza de costumbres, en la gravedad [de su conducta], —’in ómnibus te ipsum praebe exemplum bonorum operum in doctrina, in integritate, in gravitate’ (Tit. II, 7)— San Pablo consideraba más directamente a los nobles cuando recomendaba a su discípulo Timoteo que amonestara a los ricos (‘divitibus huius saeculi praecipe’) para que hicieran el bien y se enriquecieran de buenas obras (‘bene agere, divites fieri in bonis operibus’) (I Ti. VI, 17).
“Se puede afirmar con razón que estas advertencias del Apóstol convienen también admirablemente a los nobles de nuestra época. Cuanto más elevada es, amadísimos hijos, vuestra condición social, tanta mayor obligación tenéis de caminar delante de los demás con la luz del buen ejemplo (‘in ómnibus te ipsum praebe exemplum bonorum operum’).”
¿También en días tan diferentes como los nuestros corresponden a la Nobleza esos deberes? ¿No sería más objetivo decir que hoy en día obligan a los nobles tanto como a cualquier otro ciudadano? La doctrina de Benedicto XV afirma precisamente lo contrario.
“Siempre —prosigue— ha apremiado a los nobles el deber de facilitar la enseñanza de la verdad (‘in doctrina’); pero hoy —cuando la confusión de las ideas, compañera de las revoluciones de los pueblos, ha hecho perder en tantos lugares y a tantas personas las verdaderas nociones de derecho, justicia y caridad, de religión y de patria— ha aumentado aún más la obligación que tienen los nobles de empeñarse en reintegrar al patrimonio intelectual de los pueblos aquellas santas nociones que nos deben dirigir en las actividades cotidianas. Siempre ha apremiado a los nobles el deber de no admitir nada indecoroso en sus palabras o actos, para que su ligereza no sea para sus subalternos incitación al vicio (‘in integritate, in gravitate’); pero, ¡qué duro y grave se ha vuelto hoy este deber por la malicia de nuestra época! Por eso, no sólo los caballeros, sino también las señoras, están obligados a unirse fuertemente en santa liga contra las exageraciones y torpezas de la moda, alejando de sí y no tolerando en los demás aquello que las leyes de la modestia cristiana no consienten.
“Y para que los Patricios y Nobles de Roma lleguen a realizar aquello que hemos dicho que San Pablo había recomendado más directamente a los nobles de su tiempo (…) a Nos basta con que continúen modelándose durante la paz según aquel espíritu de caridad del cual han dado hermosas pruebas durante la guerra. (…)
“Vuestra nobleza no será, pues, considerada como una inútil supervivencia de tiempos ensombrecidos, sino como levadura reservada para resucitar a la sociedad corrompida; será faro de luz, sal de preservación, guía de los extraviados; será inmortal no sólo en esta tierra, donde todo —hasta la gloria de las más ilustres dinastías— se marchita y entra en ocaso, sino también en el Cielo, donde todo vive y se deifica con el Autor de todas las cosas nobles y bellas.”
Y al final de la alocución, al impartir la Bendición Apostólica, el Pontífice manifiesta el deseo “de que todos cooperen, con el sacerdocio propio de su clase, a la elevación, purificación y pacificación del mundo y, haciendo el bien a los demás, aseguren también para sí la entrada al Reino de la Vida Eterna: ‘Ut aprehendat veram vitam!’” [27]
e) Admiradores de la Nobleza en los días que corren
De hecho, aun cuando despreciado y odiado, el noble que sepa conservarse digno de sus antepasados es siempre un noble, objeto especial de consideración —y no raras veces, también de cortesías— por quienes tratan con él.
Ejemplo de esta atención que la Nobleza despierta es el hecho de que haya en todas las sociedades, aun en los días que corren —y en ellos más que en las décadas anteriores—, admiradores de la Nobleza que le dedican un respeto admirativo, un interés emocionado y casi se podría decir romántico. La mención de hechos que son síntoma de la presencia de ese compacto filón de quienes consagran tal admiración por la Nobleza sería interminable.
Dos de ellos hablan por sí. Uno —ya citado— es el entusiasmo jubiloso y admirativo con el cual multitudes que sería imposible calcular con precisión siguieron por televisión en todo el mundo la ceremonia matrimonial del Príncipe de Gales con la Princesa Diana; otro es el crecimiento constante de la revista parisiense “Point de Vue — Images du Monde”, que dedica especial atención a lo que ocurre en los segmentos aristocráticos de la población de todos los países, sean monarquías o repúblicas. La tirada de “Point de Vue”, que en 1956 era del orden de 180.000 ejemplares, llegó a alcanzar en 1991 los 515.000. [28]
f) Nobleza: tesis y antítesis
Con respecto a las élites adineradas que en vez de procurar cultivar cualidades adecuadas a su elevada condición económica, se jactan de permanecer en la vulgaridad de sus hábitos y modos de ser, juzgamos conveniente hacer algunas consideraciones.
La tendencia a permanecer en los descendientes del propietario es inherente a la propiedad individual. A ello conduce con todas sus fuerzas la institución de la familia. Así pues, se han constituido, a menudo, linajes y hasta “dinastías” comerciales, industriales o publicitarias, cada una de las cuales puede ejercer sobre el curso de los acontecimientos políticos un poder incomparablemente mayor que el de los simples electores… sin que todos los ciudadanos dejen de ser iguales ante la ley.
¿Constituyen esos linajes una nueva Nobleza?
Desde el punto de vista meramente funcional, tal vez se pudiera decir que sí; pero ese punto de vista no es el único y ni siquiera es necesariamente el principal. Esa nueva “Nobleza”, considerada en concreto, frecuentemente no es ni puede ser una Nobleza, antes que nada porque gran parte de sus miembros no quieren serlo. Los prejuicios igualitarios que tantos de esos linajes cultivan y ostentan les llevan a diferenciarse cada vez más de la antigua Nobleza, a hacerse insensibles a su prestigio, a subestimarla en algunas ocasiones a los ojos de la multitud. Para ello, no se sirve esta nueva “Nobleza” de una obligada supresión de las características que diferencian a la antigua Nobleza de la masa, sino de la ostentación de una característica instrumentada para cultivar una popularidad demagógica: la vulgaridad.
Mientras la Nobleza antigua era y quería ser una selección, esta su antítesis actual se jacta con cierta frecuencia de no diferenciarse de la masa, de camuflarse con los modos de ser y hábitos de ésta para huir de la venganza del espíritu igualitario demagógico, en general mantenido hasta la exacerbación… por los propios mass-media, cuyos dirigentes y responsables máximos tantas veces pertenecen, paradójicamente, a esa misma “Nobleza” antitética.
Por el orden natural de las cosas, es propio de la Nobleza formar con el pueblo un conjunto orgánico, como la cabeza con el cuerpo; y es característica de esta nobleza antitética una tendencia a evitar en lo posible esa diferenciación vital, tratando, por el contrario —al menos en la apariencia—, de integrarse en el gran conjunto amorfo y sin vida que es la masa. [29]
Sería exagerado afirmar que son así todos los plutócratas contemporáneos; pero, así lo son sin lugar a dudas, un gran número de ellos, frecuentemente los más ricos, a los cuales un observador atento no negará que son particularmente notables por su dinamismo, poder y lo arquetípico de sus características.
9. El florecimiento de élites análogas — ¿Formas contemporáneas de Nobleza?
Al hablar de la sociedad burguesa, de la vida burguesa y sus peculiaridades, no se ha tenido la intención de incluir a aquellas familias de dicha clase en cuya atmósfera interior se ha venido constituyendo a lo largo de las generaciones una genuina tradición familiar, rica en valores morales, culturales y sociales. Dichas familias, al contrario que la nobleza antitética, forman, por su fidelidad a la tradición del pasado y el empeño en perfeccionarse continuamente, verdaderas élites.
En una organización social abierta a todo aquello que la enriquece con verdaderos valores, esas familias que se van convirtiendo paulatinamente en una clase aristocratizada acaban por fundirse gradual y suavemente en la aristocracia; o bien, por la fuerza de las costumbres, constituyen, al lado de la propiamente dicha ya existente, una nueva aristocracia con peculiaridades específicas. A quien está al mismo tiempo en la cumbre del poder político y de la influencia social —como ocurre con los monarcas— le corresponde presidir de manera acogedora, comedida y llena de tacto dicho perfeccionamiento altamente respetable de la estructura político-social, más auscultando las ansias que marcan el rumbo de las sanas transformaciones sociales y definen las aspiraciones de la sociedad orgánica, que trazando geométricamente el camino a golpe de decretos.
En esta perspectiva, la existencia de las élites aristocráticas, en lugar de excluir celosamente, mezquinamente, el florecimiento pleno de otras élites sirve, por el contrario, a estas últimas de padrón para fecundas analogías y de estímulo para fraternales perfeccionamientos.
El sentido peyorativo de la palabra burguesía lo merecen los sectores de esa categoría social que, despreocupados de formar tradiciones familiares propias, y de prolongarlas y perfeccionarlas a lo largo de las generaciones, se empeñan en galopar rumbo a la más descabellada modernidad, por lo que, aun cuando cuenten en su pasado con algunas generaciones de opulencia o de simple desahogo, constituyen sin embargo una especie de capa de arribistas… ¡en un estado de permanente mutación causado por la determinación autofágica de no mejorar sus hábitos a lo largo de las generaciones!
En España, la condición de intelectual abría las puertas para ascender a la Nobleza. El Código de las Siete Partidas, de Alfonso X, El Sabio (1252-1284), concedía —entre otros privilegios, a las personas que se dedicaban a los menesteres de la cultura— el título de Conde a los maestros de jurisprudencia que ejercían el cargo durante más de veinte años. En la foto, la Universidad de Salamanca.
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