Epílogo: La gran disyuntiva (20ª nota) – Nobleza y élites tradicionales análogas en América Española

20/07/2015

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Epílogo
La gran disyuntiva

 

 

Entre las inmensas gracias concedidas a, y por intermedio de, las élites tradicionales de América se encuentran las apariciones de Ntra. Sra. del Buen Suceso (ss. XVI-XVII) y la figura del Presidente mártir García Moreno, anunciado por Ella con siglos de anticipación. Ese gran llamado espera una respuesta, tan necesaria en los días que corren…

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…”algo le dice que ese regreso, más que una vuelta al pasado, podrá ser en realidad la apertura de un esplendoroso futuro deseado por Dios… Esa parece ser la situación psicológica de amplios sectores de las élites hispanoamericanas. La multiforme y acelerada caotización de la vida pública y privada parece constituir un llamamiento que la Divina Providencia —ahora por la voz de los hechos— hace a las auténticas élites. Si éstas se sustraen a la imperiosa tarea restauradora que les señalaba Pío XII, será inevitable que sigan el camino de todas las clases dirigentes que defeccionaron en las horas críticas de la Historia, y desaparezcan arrastradas por el torbellino que se avecina.”

   a Pie XII

Pío XII enseña a las élites análogas a la Nobleza la importancia de su misión contemporánea. Inspirado en ellas, el Apéndice hispanoamericano de “Nobleza y élites” presenta este imponente epílogo.

“Si, por el contrario, saben asumir su deber de ser, en cuanto católicas, guías de la sociedad en la batalla contra el caos creciente de nuestros días, podrán pasar al ya tan próximo siglo XXI, depuradas y regeneradas por su fidelidad en una prueba extrema, con un título por cierto mucho más honroso que el de sus remotos predecesores, los Beneméritos de Indias: los beneméritos de una nueva era histórica, artífices de la Commonwealth católica e hispánica del Tercer Milenio de la Era de la Salvación.”

Es de primera evidencia que ninguna nación puede vivir, y menos aún progresar, sin poseer élites. Y a fortiori no lo puede una familia de naciones, o toda una área de civilización como lo es Hispanoamérica.

A pesar de la gradual erosión que las clases altas hispanoamericanas fueron sufriendo en su poder, influencia y prerrogativas, lo cierto es que ellas no desaparecieron, y que hasta hoy continúan dando, en diferentes escalas, un precioso aroma de distinción, de elevación de tono, de categoría, a sus respectivos países. Lo cual lleva naturalmente a una pregunta: ese resto de poder, de influencia cultural, ese aroma de virtudes aristocráticas que las élites tradicionales a pesar de todo aún exhalan para el conjunto de la sociedad, ¿podría ser aprovechado para la renovación de las clases superiores y de todo el organismo social, en un estado de cosas donde el derecho constitucional no combatiese sistemáticamente las élites —y hasta la simple idea de élites— sino que al contrario, procurase comenzar a favorecerlas según el espíritu de las alocuciones de Pío XII?

Y si tal posibilidad existiera, ¿cómo se podría entonces aprovechar ese aroma que todavía impregna la vida pública y privada, las nostalgias que suscita, lo que tiene de vivo y capaz de producir buenos efectos? Una vez que de las antiguas aristocracias y élites tradicionales análogas que Hispanoamérica destiló, subsisten aún importantes remanentes en casi todos los países que la integran (aunque conservando grados de prestigio e influencia social muy diversos), es a dichas clases que —en lo que tienen de genuino y vivo— cabe primordialmente ser en esta parte del mundo el fermento regenerador de la vida social, cultural y política, en cumplimiento del papel que les trazaba Pío XII: “Donde está vigente una verdadera democracia la vida del pueblo se halla como impregnada de sanas tradiciones que es ilícito derribar. Representantes de estas tradiciones son antes que nada, las clases dirigentes, o sea, los grupos de hombres y mujeres o las asociaciones que, como suele decirse, dan el tono en el pueblo y en la ciudad, en la región y en el país entero” [1]. A ellos, en efecto, y no a otros, les corresponde comunicar ese cachet inconfundible de su propia categoría, incluso en épocas conturbadas como la nuestra.

¿De qué manera? Como señala el Profesor Plinio Corrêa de Oliveira en la Conclusión de esta obra [2], la actual coyuntura histórica ofrece una oportunidad excepcional, tal vez irrepetible, para que la Nobleza y las élites tradicionales análogas reasuman en toda su plenitud ese papel orientador y modelador que le cabe en la sociedad. Y esto vale enteramente para todas las clases altas hispanoamericanas. Los convulsionados días actuales, en efecto, se caracterizan por la difusión de un caos creciente en todos los órdenes de la existencia, a cuyo influjo se desmoronan, uno tras otro, los puntos de referencia morales, institucionales, culturales —cuan cuestionables, por lo demás, tantos de ellos— en que los hombres y los pueblos se apoyaron para trazar sus rumbos en el siglo XX. Convenciones, estilos, modos de ser individuales y colectivos que hasta ayer eran aceptados como normas evidentes e indiscutibles, pareciendo inconmovibles como el peñón de Gibraltar, pierden hoy su vigencia con la rapidez con que se esfuman en el aire pompas de jabón… Faltan, en la sociedad caotizada de nuestros días, ejemplos, modelos, guías, orientación, directriz, rumbo. En una palabra, faltan élites… O mejor, falta que éstas se resuelvan a reasumir su papel insubstituible para el bien común. Por ejemplo, ¿quién, si no una auténtica élite, podrá señalar las verdaderas vías de solución frente a las falsas alternativas que cercan al hombre contemporáneo, como lo son el miserabilismo neotribal, bandera del movimiento ecológico, y el desequilibrio opuesto, la frenética civilización neopagana del consumo inducido?

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Reasumir ese liderazgo supone ante todo, evidentemente, que las propias clases superiores comiencen por depurarse de los gérmenes de decadencia revolucionaria que las contaminaron; para después, a manera de fermento en la masa, pasar a combatir con determinación, inteligencia y tacto esos mismos factores de decadencia en el seno de la sociedad. Se trata, por lo tanto, de una verdadera regeneración de su ejemplaridad social y de su misión de servicio al bien público, en oposición al mal capital de nuestra época, el igualitarismo y el hedonismo revolucionarios que necesariamente conducen al cuerpo social hacia la rampa del caos. Más concretamente, si los días actuales ofrecen a las clases nobles y categorías afines la gran oportunidad a que se refiere la Conclusión de Nobleza y Élites tradicionales análogas…, las colocan también frente a una gran disyuntiva, que no podrán eludir. “Una autoridad social que se degrada —advierte el Profesor Plinio Corrêa de Oliveira— también es comparable a la sal que no sala. Sólo sirve para ser tirada a la calle, para que sobre ella pisen los transeúntes [3]. Así lo harán, en la mayoría de los casos, las multitudes llenas de desprecio” [4].

Resulta particularmente acertado aplicar la metáfora de la “sal que no sala” a élites que se deterioran, una vez que el Magisterio pontificio considera la misión de las clases superiores como “otro sacerdocio semejante al sacerdocio de la Iglesia” [5]; esto es, ellas detentan una suerte de pontificado de la perfección en la vida social, y en ese sentido son también “sal de la tierra” y “luz del mundo”. Así, pues, frente al caos invasor de este fin de siglo y de milenio, las aristocracias y élites correlativas de Hispanoamérica tienen dos caminos a escoger. Uno es el de volverse “sal que no sala”, o sea, el camino de la deserción, que tanto puede consistir en una complicidad pasiva (por absentismo u omisión) con la disgregación contemporánea, como en una complicidad activa, por ejemplo con la impiedad, la degradación de costumbres, etc. El otro camino es asumir resueltamente la “gran misión” que Pío XII les asignaba para nuestros días, en su doble aspecto: la reforma y perfeccionamiento de la vida particular, y el “lograr que surja un orden cristiano en la vida pública” [6].

Esa opción que, hace ya medio siglo, Pío XII planteaba a la Nobleza en términos preponderantemente doctrinales, se plantea ahora en concreto para todas las élites de Occidente —incluidas las hispanoamericanas— por la vía de los hechos, como un inexorable imperativo histórico. Es decir, si hace 50 años se podía tener una certeza racional de que se caminaba hacia esa gran disyuntiva entre la fidelidad a la Tradición o el caos revolucionario, tal opción se ha convertido ahora en una evidencia tangible, un hecho consumado que irrumpe en el presente exigiendo una definición. Para valemos de otra analogía, en tiempos de Pío XII la sociedad hispanoamericana se hallaba en una situación que podría compararse a la del hijo pródigo de la parábola [7] cuando después de haber abandonado la casa paterna —la Civilización Cristiana— su espíritu se halla todavía poblado de ilusiones optimistas, despertadas en este caso por el brillo falso y seductor de una pseudo-civilización hedonista, mecánica y extravagante, estilo Hollywood o Las Vegas. Hoy, pasados 50 años, aquellas ilusiones están acabando de desmoronarse. Del estridente festín hollywoodiano sólo restan decepciones. La palabra moderno, elogio supremo que se confería a todo cuanto seducía, agradaba o atraía, va perdiendo cada vez más el timbre elogioso de otrora. Y, por una singular contradictio in terminis, “moderno” va pasando ahora a designar, no lo que nace, lo que vence, lo que resplandece, sino lo que fenece y se apaga. Las últimas y más disparatadas innovaciones gestadas por el hombre, los más audaces inventos por él engendrados mientras corre hacia el abismo, se llaman ahora post-modernidad.

Así, el carnaval del siglo XX se va transformando en el triste e incierto miércoles de Cenizas de la era post-moderna; y quienes se entregaron de cuerpo y alma a las extravagancias del siglo van sintiéndose inmersos en un malestar cada vez más parecido con el momento en que el hijo pródigo, después de haber dilapidado toda su herencia, se ve reducido a tener que comer las bellotas de los cerdos (pues no es otra cosa el sórdido menú socio-cultural que la vida contemporánea ofrece); es entonces cuando del fondo de su espíritu atribulado emergen recuerdos de los días felices en la casa paterna, y le hacen revivir algo del bienestar de alma que aquel orden tendente hacia lo maravilloso producía; esa degustación viene iluminada por una suave nostalgia, y acompañada de un sentimiento de verdadero pesar por verse tan lejos de aquel orden que —ya no sabe bien porqué— un día le pareció insípido y anacrónico.

La pregunta inevitable acude entonces a su espíritu: “¿Volver? ¿porqué no?”… Pues algo le dice que ese regreso, más que una vuelta al pasado, podrá ser en realidad la apertura de un esplendoroso futuro deseado por Dios… Esa parece ser la situación psicológica de amplios sectores de las élites hispanoamericanas. La multiforme y acelerada caotización de la vida pública y privada parece constituir un llamamiento que la Divina Providencia —ahora por la voz de los hechos— hace a las auténticas élites. Si éstas se sustraen a la imperiosa tarea restauradora que les señalaba Pío XII, será inevitable que sigan el camino de todas las clases dirigentes que defeccionaron en las horas críticas de la Historia, y desaparezcan arrastradas por el torbellino que se avecina.

Si, por el contrario, saben asumir su deber de ser, en cuanto católicas, guías de la sociedad en la batalla contra el caos creciente de nuestros días, podrán pasar al ya tan próximo siglo XXI, depuradas y regeneradas por su fidelidad en una prueba extrema, con un título por cierto mucho más honroso que el de sus remotos predecesores, los Beneméritos de Indias: los beneméritos de una nueva era histórica, artífices de la Commonwealth católica e hispánica del Tercer Milenio de la Era de la Salvación.

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NOTAS
[1] PNR 1946, pp. 340-341.
[2] Volumen I, Conclusión, pág. 151.
[3] (cfr. Mt. 5, 13)
[4] Plinio CORRÊA DE OLIVEIRA, RCR, Parte II, Capitulo XI, I, A.
[5] (cfr. LN, Capítulo VII, § 8., d)
[6] (cfr. LN, Capítulo VI, § 3. a 5.)
[7] (cfr. Luc. 15, 11-22)

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