El Papa del Contraataque salvador y la grandeza de Lepanto

05/10/2016

♦ El Papa del contraataque salvador – Nota I

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La confianza absoluta de San Pío V en la ayuda de Dios por medio de la Virgen cuando estaba en juego la Cristiandad le dio la certeza del triunfo. Su mayor apoyo temporal fue S.M. Católica Felipe II, devoto del Santo Rosario cuyo rezo dio la aplastante victoria sobre los enemigos de la Cristiandad.

¡Qué maravilla es internarse en la Historia de la Cristiandad y contemplar la galería de héroes, de santos, de gigantes de la Fe y la epopeya!
Pío V acababa de ser elegido Papa. En pleno Renacimiento neo-pagano se daba un “tournant de l’histoire”, un “remolino de la historia”. A las tendencias al relajamiento y el relativismo, el afán de riquezas y placeres, al cálculo político y la razón de Estado imperantes, los Cardenales de la Curia romana, encabezados por San Carlos Borromeo, oponían en el más alto sitial del mundo a un paladín de la Fe sin concesiones, a un religioso que creaba una atmósfera sobrenatural en combate contra la lujuria, a un cruzado capaz de conclamar a toda voz a la vigilancia y al combate contra los enemigos listos para destruir la civilización cristiana.
Era hacerle frente a las tendencias desordenadas en boga, lo que al pueblo y a ciertos sectores dirigentes no les entusiasmaba. Pero él, con sentido de las realidades profundas, respondía: ¡tanto más han de sentir mi muerte! Y sin esquivar el camino sembrado de las espinas de duros deberes a cumplir, seguía adelante, bondadoso, amigable, pero irreductible.
Así presentaba a Felipe II su programa, luego de la elección: destruir las herejías, terminar con los movimientos cismáticos, establecer la concordia y la unidad en el pueblo cristiano, reducir a los rebeldes y purificar las costumbres.
Su responsabilidad por las almas de todo el mundo le causaba espanto “pues es terrible tener que dar cuenta de todos los que por incuria o negligencia mía lleguen a perderse”.
En el gobierno de la Iglesia su gran preocupación fue aplicar el Concilio de Trento, que definió para siempre las grandes verdades reveladas en contraposición a los errores protestantes. En ese espíritu de fidelidad a la Tradición promulgó el Breviario, el Misal, y el Catecismo tridentinos.
El misal de Trento, “conforme a las normas y ritos de los Padres de la Iglesia”, fue promulgado por el Vicario de Cristo para uso general: los seminarios se llenaron, los monasterios volvieron a la observancia, la Inquisición –tan desconocida y calumniada- velaba con firmeza por la unidad e intangibilidad de la Fe.
Nunca perdía de vista el engrandecimiento de la religión y de la fidelidad a la autoridad de la Santa Sede. Consideraba importante el respeto al ceremonial hasta en los detalles, exigía a los embajadores el uso de los trajes prescriptos por la etiqueta pontificia y todo desacato le desagradaba.
“Toda condescendencia con los herejes y los cismáticos le parecía una debilidad”. Su ideal político era “realizar la unidad de los príncipes cristianos para lanzarlos contra los protestantes, los cismáticos y los infieles”[1] .
Su actitud resuelta contra los errores y herejías, a través del riesgoso oficio de inquisidor, le valió ser recibido a pedradas al entrar en Como. A veces, para salvar su vida, debió esconderse como un fugitivo, de noche, en la cabaña de algún campesino. Pero no se dejaba intimidar. Amenazado por un hombre poderoso de ser arrojado al agua, respondía: Será como Dios lo quiera… Pues su confianza en la Providencia Divina en los lances por la buena causa era total; y será una marca fundamental en la epopeya de Lepanto.
El pueblo comenzó a amar al Santo Pontífice de barbas patriarcales que iba adquiriendo fama de santidad. Su sola presencia –decían- obraba conversiones en las filas protestantes. Su estilo y entereza ejercieron una influencia incalculable sobre sus contemporáneos: “su entusiasmo y su ejemplo eran ilimitadamente efectivos”, dice Ranke [2] .
En su ejemplo se veía cómo debía vivir un verdadero Pastor: sus maneras de actuar y organizar sirvieron de parámetro en todo el mundo católico (ibid.)
San Carlos Borromeo, Arzobispo de Milán, hizo pintar su cuadro para mejor imitarlo. Y habiendo este gran Cardenal tomado medidas contra religiosos rebeldes –los “Humillados”- , fue atacado a tiros durante la misa, saliendo milagrosamente ileso. Terribles pruebas y radiantes intervenciones sobrenaturales que acrecentaban la admiración de los fieles por sus pastores.
El Papa era adversario irreconciliable de los pertinaces monarcas y gobernantes enemigos de la Iglesia, en Oriente y Occidente; y era un padre con los príncipes cristianos. Enfermo Felipe II, pilar de Lepanto y la Contrarreforma, San Pío V rogó a Dios que lo curase, pidiéndole que le quitara algunos años de vida y se los diera al Rey Católico. ¡Cuánto habrán pesado semejantes gestos en lograr la “imposible alianza” entre las rivales España y Venecia!
San Pío V, que -como dice Pastor [3] – “a nada se resistía tanto como a tomar las armas”, comprendía como ningún otro en la Cristiandad la necesidad urgente de unirse y empuñarlas contra las potencias anticristianas como único medio eficaz para salvarla. No sólo como lo vería un gobernante previsor y realista sino con una visión inspirada, sobrenatural, de Vicario de Cristo. Prometió emplear todo el caudal del Papado e ir en persona a dirigir una cruzada contra la Inglaterra protestante. ¡Cuántos males se podrían haber evitado así! A los ingleses fieles les dijo que deseaba derramar su sangre por ellos.
Este era el Papa que se consagraría a forjar una liga católica que sus contemporáneos –prelados, generales, príncipes- consideraban imposible. Parafraseando y dando su verdadero sentido a un slogan de la infecta revolución de la Sorbona (’68), podríamos expresar su idea en estos términos: “Sea realista [confíe en la ayuda de Dios por medio de María y] exija lo imposible”. Así actúan los grandes hombres inspirados por la Providencia, y vencen.
San Pío V logró formar un poder de estados cristianos hermanados impregnado de sentido católico. “Y así se llegó, en Lepanto, al día de batalla más feliz que los cristianos hayan tenido jamás” (Ranke).
Continuemos.

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Fuentes consultadas:

[1] Cfr. Fr. Justo Pérez de Urbel, “Año Cristiano”, Ed. Poblet, Buenos Aires, p. 253

[2] Leopold von Ranke, „Die Römischen Päpste in den letzten vier Jahrhunderten“, t. 1, Gutenberg-Verlag Christensen & Co., Wien, p. 206

[3] „Geschichte der Päpste – Im Zeitalter der katholischen Reformation und Restauration – Pius V (1566-1572)”, Freiburg im Breisgau 1920, Herder & Co., p. 539

♦ La batalla antes de la batalla… – Nota II

Los anhelos de paz de San Pío V en las turbulencias de la época eran realistas;  buscaba “la tranquilidad en el orden” y no una paz de fachada que escondiera una claudicación. Pero el hostigamiento de los hugonotes a los católicos franceses y la amenaza de los turcos y de otros enemigos a las naciones cristianas lo obligaron a consagrar gran parte de su pontificado a combatir esos peligros.

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El Gran Maestre de los Caballeros de Malta, La Valette, experto en la lucha contra el Turco, coincidía totalmente con el Papa

 

Estaba convencido de que el único medio de quebrar el poderío musulmán era una cruzada conjunta de las potencias católicas. Era también el criterio  del heroico La Valette, Gran Maestre de los Caballeros de Malta, experto en esa lucha, a quien el Papa exhortaba a no abandonar la emblemática isla y prepararse para una heroica resistencia.

En marzo de 1566, en una Bula papal expresa su dolor por la amenaza turca, doblemente grave ante la brecha creada por el protestantismo. Pide penitencia a los fieles para aplacar la cólera de Dios e implorar su poderoso auxilio.

En el consistorio del 2 de abril, dirige graves palabras a los presentes expresando su propósito de comprometer todas sus fuerzas para la defensa de la Cristiandad.

Mediante un Breve exhorta al Clero a la pureza de costumbres, pues “sólo será de ayuda la oración de sacerdotes que conserven la pureza de costumbres” (Pastor, p. 540).

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Malta – ciudad y fortaleza

El ataque musulmán a Malta lo mueve a dirigir renovadas advertencias a España y Venecia, haciéndoles ver el peligro que corrían. Sólo obtiene respuestas evasivas, lo que favorecía al enemigo.

Varios ducados de señores italianos en el archipiélago del Egeo caen en un baño de sangre en manos del insaciable poder musulmán.

San Pío V quiere mover al Cielo para la defensa de la Cristiandad. Declara un jubileo por el éxito de la guerra contra el turco y asiste personalmente a la procesión de rogativas, que convoca a 40.000 fieles.

Surgen obstáculos invencibles en el horizonte para su liga anti-turca. Venecia no quiere romper la tregua con la Sublime Puerta, para no perjudicar su comercio en el Levante.

A Don Felipe II tampoco le entusiasma la idea en ese momento de dura lucha para mantener los Países Bajos en fidelidad, temiendo la intervención de los príncipes protestantes alemanes.

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Maximiliano II de Austria, Emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, a quien San Pío V -a pesar de sus limitaciones materiales- ayudó en la defensa de Hungría contra los mahometanos

En la Dieta del Sacro Imperio, el Emperador Maximiliano II se muestra preocupado por ayudar a Hungría, amenazada por el Islam. El Papa encuentra medios de brindarle ayuda militar de los pequeños estados italianos.

También en 1566 cae Sziget, sumiendo al Papa en máxima preocupación, moviéndolo a realizar un nuevo intento por la liga. Apoyado por varios Cardenales, escribe cartas urgentes al Emperador, a los Reyes de España, y a Carlos IX y la Regente de Francia.

Comprueba que las condiciones se habían modificado para peor…

Felipe II tenía las arcas agotadas por la guerra en los Países Bajos y la rebelión de los moriscos en la propia España, que intentaban conseguir ayuda de los turcos.

En esas condiciones, el proyecto de liga queda archivado por dos años… Entre tanto, el Papa sostenía al Emperador en su empresa húngara, a los caballeros de Malta bajo constante amenaza y fortalecía las costas de los Estados Pontificios contra turcos y piratas.

Su vigilancia no cesaba pues veía los peligros de frente y no descartaba que el enemigo se presentara, de pronto, en la propia Ciudad Eterna. Sus visitas servían de estímulo para hacer avanzar la construcción de torres bellas y fuertes.

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El bravo Solimán el Magnífico, azote de la Cristiandad

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Su indigno sucesor, Selim II, que dominado por el misterioso mercader  José Nasi (o José Míguez, o Juan Micas, o etc.),  intentó despojar a Venecia de su “diamante”, Chipre, última defensa del mundo cristiano en el Levante

 

La muerte de Solimán el Magnífico fue un alivio para el probado Papa y el mundo cristiano. Pero el sucesor, Selim II, sería juguete de personajes de menor valía pero no menos peligrosos.

Entre ellos se encontraba el judío José Míguez, que le surtía exquisitos vinos e iba tejiendo una red envolvente que le daba influencia cada vez mayor, a un grado impensable.

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Selim II, cautivo en las redes seductoras y excelentes vinos que le brindaba José Nasi, lo hizo Duque de Naxos, bella isla arrancada a los católicos

Al asumir el trono, el nuevo Sultán le entrega el Ducado de Naxos. No contento con esto, el ambicioso cortesano sabe cómo picar su interés por Chipre, que por sus riquezas naturales y posición estratégica era “el diamante” de Venecia. Los dignatarios del Imperio turco tenían objetivos más vitales y querían evitar la guerra con la República de San Marcos. Pero José Míguez –José Nasi, para los otomanos- con artes seductoras, y argumentando que los caudales venecianos vendrían de maravillas para la construcción de la mezquita de Adrianópolis, logra inclinar a su favor la balanza del poder. Se alegraba ante la perspectiva de que el oro cristiano sirviera para financiar un templo mahometano y un foco de fanatismo anticristiano. Finalmente infló los humos del Sultán, diciéndole que, como sucesor de los faraones, le correspondían derechos sobre Chipre.

El incendio del arsenal de Venecia y las malas cosechas decidieron a Selim II a romper la paz firmada con “la Señoría” 30 años antes, disponiéndose a despojarla de su precioso Chipre, última fortaleza cristiana en Levante.

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Venecia vista por Guardi en un día festivo – El ultimátum de Selim II cayó como un rayo,  echando por tierra la ilusión de una paz duradera con la agresiva potencia mahometana

El 1º de febrero de 1570 llegaba a Venecia Cubat, enviado de Selim, portando el ominoso ultimátum. La sorpresa de la Señoría, que creía “tener sujeto al Sultán del borde del manto”, cayó como un rayo.

Durante años había echado al viento las advertencias arriesgando su honra. ¿Adónde pedir ayuda ahora?

Encontrándose Alemania y Francia sacudidas por problemas internos, sólo le quedaban España y la Santa Sede, con las que no estaba en muy buenas relaciones. Su actitud ante la Inquisición romana, “asunto que tocaba al Papa en lo más hondo” pues velaba por la fidelidad a la doctrina y las buenas costumbres, era una de las causas (ibid., p. 547).

El mar de fondo en la República de San Marcos distaba de ser el calmo Gran Canal de los grandes pintores. El Nuncio Fachinetti informaba, preocupado, al Pontífice,  que Venecia seguía reacia a la formación de la liga, y que le interesaba la defensa de sus posesiones pero no estaba dispuesta a defender las de España!

Más tarde expresaba que –ante la inminencia de la guerra- parecía estar dispuesta a formar la coalición, pero que habría que comprometerla en términos tales que le fuera imposible echarse atrás “sin incurrir en la mayor deshonra”.

No obstante, la República aristocrática conservaba su sentido de honra. Cuando a fines de marzo llegaba nuevamente al puerto el enviado del Turco, a recibir la respuesta al ultimátum, se le prohibió la entrada a la ciudad.

Al día siguiente, acompañado por guardias, fue admitido en el Senado veneciano. Con palabras de fría dignidad se le dio a conocer el rechazo rotundo al ultimátum. Se le reprochó la falta de todo motivo razonable a la actitud de la Puerta de violar la palabra dada. Agregando que Venecia se defendería por las armas confiando en la Justicia Divina, y así lo haría con Chipre, su legítima propiedad.

Mientras tanto, entre las potencias cristianas que el Papa quería coaligar surgían dudas y desconfianzas. Se dudaba si la respuesta firme de Venecia no tenía por objeto real impresionar al enemigo para lograr ventajas con vistas a una posible paz, que tendría consecuencias desastrosas para las otras potencias. En cuanto a España, las vacilaciones de Felipe II también daban que pensar.

El Card. Granvela, representante del Rey Católico, decía que sería conveniente que Venecia sufriera un ataque para que comprendiera que necesitaba aliados. El Card. Commendone le salió al cruce evocando los servicios prestados por ella a la Cristiandad y al Papado.

Finalmente, prevaleció el criterio del Papa: había que ayudar cuanto antes a Venecia, porque no se trataba sólo de ella sino de toda Italia; más aún, de la honra y el bien de toda la Cristiandad.

San Pío V seguía batallando y apoyando la resistencia.  Para la defensa de Chipre, autoriza un diezmo de 100.000 escudos de oro, y da un paso decisivo: manda un enviado especial, un español, a Felipe II a pedirle ayuda para Venecia, instándolo a formar una liga con ella.

Su mensaje contenía una viva descripción de su dolor por el peligro en que se encontraba la Cristiandad, y su opinión de que ningún monarca católico estaba en condiciones de resistir por su cuenta el poderío turco. Que en esta gloriosa empresa, por su destacada piedad y su poder, el primer lugar le correspondía al rey de España. Prometía apoyarlo con alegría y vaciar el tesoro de sus estados, insistiendo en la necesidad de una inmediata ayuda militar. Lo conjuraba en nombre de la misericordia de Dios a enviar una flota poderosa a Sicilia para socorrer a Malta y abrir paso a las tropas de auxilio a Chipre. Así, finalizaba, serían totalmente destruidos los planes de los turcos.

El enviado papal fue recibido con todas las honras pero, aunque no se le dio una respuesta inmediata, el Rey le ordenó a su Almirante, el genovés Juan Andrea Doria, mover su flota a Sicilia, como pedía el Papa.

Asimismo, Felipe II designó representantes para las tratativas de la liga, un gran paso hacia adelante.

Consciente de sus responsabilidades ante el peligro de la Cristiandad, el Santo Padre no dejó ningún intento por hacer. Trató de lograr el apoyo del Rey de Portugal para la liga, y de evitar el enlace de la hermana del Rey de Francia  con el protestante Enrique de Navarra,  promoviendo su casamiento con Margarita de Valois. Lamentablemente, los pedidos cayeron en saco roto.

Peor aún fue lo que ocurrió con la corte de Francia, que mantenía relaciones amistosas con los turcos.  El Papa se empeñó a fondo dirigiendo una fogosa misiva a Carlos IX en la se quejaba de los males de la Cristiandad que, con el peligro turco,  alcanzaban su auge.

A la fría negativa de Francia respondió el Vicario de Cristo con una nueva carta, muy seria, advirtiéndole al Rey que, en caso de  no querer dejar las relaciones amistosas con la Puerta, se encontraría en un camino totalmente errado, pues no debe hacerse nada malo para lograr algo bueno (lo contrario del maquiavelismo ya en boga…). Y agregaba que el Rey se equivocaba grandemente manteniendo  esa amistad con el enemigo de todos los príncipes cristianos, a quien debería evitar como la peste. Lo que se podía esperar de él lo estaba experimentando Venecia, le decía. Y terminaba con un llamado a seguir el ejemplo que Francia, el país de las cruzadas, diera en los tiempos de su gloria y grandeza.

Pero el mundo ya vivía la primera etapa de la Revolución anticristiana, magistralmente descripta por Plinio Corrêa de Oliveira en “Revolución y Contra-Revolución” (ed. online). No sólo la Francia de los Valois –el “Reino Cristianísimo”- no colaboraba: la diplomacia francesa trabajaba en contra de San Pío V intentando un arreglo entre Venecia y el Turco.

Tampoco el más alto dignatario temporal del orbe, el Emperador Maximiliano, quería romper con la Puerta y prefería seguir pagándole un tributo llamado “regalo honorífico” (!).

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El Zar desoyó el llamado del Papa, que podría haber reconducido a Rusia al seno de la verdadera Iglesia y a una plena civilización cristiana,  y prefirió seguir cultivando relaciones amistosas con los enemigos de la Fe

Los horizontes del gran Papa se extendían con mirada de águila hasta Rusia y Polonia. Quería retomar lazos diplomáticos tendidos por sus antecesores con los Zares, pero las enérgicas misivas papales tampoco lograron mover al gigante eslavo –separado ya entonces de la Iglesia desde varios siglos antes- ni a su vecina, la católica Polonia. Era una lucha titánica de un Pontífice capaz de vencer las tremendas distancias y dificultades, de mantener un servicio de informaciones de increíble eficiencia y de hacer todos los esfuerzos y sacrificios. Pero la dureza de los hombres renacentistas…

Ante este panorama no se doblegaba su voluntad y tanto más se aferraba a concluir la alianza entre España y Venecia, a la que se oponían obstáculos casi invencibles, dados los respectivos intereses de ambas potencias.

¿Cómo lograría vencer semejantes impedimentos?

Fuentes consultadas:

Ludwig von Pastor „Geschichte der Päpste – Im  Zeitalter der katholischen Reformation und Restauration – Pius V (1566-1572)”, Freiburg im Breisgau 1920, Herder & Co., p. 539 y ss.)

 

Fr. Justo Pérez de Urbel, “Año Cristiano”, Ed. Poblet, Buenos Aires

 

Leopold von Ranke, „Die Römischen Päpste in den letzten vier Jahrhunderten”, t. 1, Gutenberg-Verlag Christensen & Co., Wien

Una obra clave: Revolución y Contra-Revolución

http://rcr-una-obra-clave.blogspot.com/

 

 Titánicos esfuerzos  – Nota III

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San Pío V, defensor de la Civilización Cristiana, “inflamado de espíritu de cruzada” (cf. “Historia de los Papas”, de Ludwig v. Pastor)

Algunas actitudes de Venecia despertaban la sospecha de que buscaba un arreglo bajo cuerda, que dejaría a España sola ante el Imperio turco. Y así la unión por la que trabajaba con perseverancia San Pío V se seguía demorando.

En cierto momento, gracias a Dios,  declaró  estar dispuesta a participar de una expedición conjunta si contara con el apoyo de naves y un Almirante del Papa, a lo que Su Santidad debió acceder a disgusto.

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Marcantonio Colonna, a la izquierda, gran representante de la Nobleza romana más fiel al Papado y más combativa, junto a don Juan de Austria (centro) y Veniero (der.)

Se perfilaba la espinosa cuestión de designar un Almirante para la flota auxiliar. Con gran astucia y sabiduría San Pío V escogió a Marcantonio Colonna, destacadísimo noble romano de 35 años, que había contribuido con tres galeras propias a conquistar el Peñón de Vélez.

En mayo de 1570 llegaba un correo de España. Traía la declaración de que Felipe II estaba dispuesto a entablar negociaciones para concretar la liga. El Papa se conmovió hasta las lágrimas.

En un festivo domingo de junio, el Almirante Colonna hizo su entrada a caballo en el Vaticano, espléndidamente ataviado con traje de guerra, acompañado por la Nobleza romana.

En la capilla papal, después de la misa, prestó juramento y subió las gradas del trono para recibir de las manos sagradas del Papa el bastón de mando y el estandarte. Era de seda colorada y traía la imagen del Crucificado, entre el Príncipe de los Apóstoles y el blasón de San Pío V, con el lema que diera el triunfo a Constantino: In hoc signo vinces (“con este signo vencerás”).

La designación de Colonna fue recibida con alegría por los italianos y su acierto comprobado con el entusiasmo y dedicación que mostró en preparar la flotilla del Papa. En la Nobleza romana encontró óptima predisposición de participar en la gloriosa empresa.

En Loreto se encomendó Colonna junto con su flota a la protección de la Madre de Dios y puso manos a la obra, no sin grandes dificultades.

El 1º de julio comenzaron las conversaciones para formalizar la liga a continuación de un discurso del Papa “inflamado de espíritu de cruzada” (Pastor, p. 561).

Las diferencias, resquemores y desconfianzas las hubieran hecho fracasar, a pesar del peligro inminente; sólo la paciencia y ecuanimidad del Papa santo fue capaz de lograrlo, debiendo dominar su fogoso temperamento con titánica fuerza de voluntad.

Se discutía contra qué enemigo se haría la liga, qué proporción de los inmensos costos y cuántos barcos aportaría cada parte, y muchos otros asuntos que daban lugar a las más tormentosas disputas.

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Señorial retrato del Cardenal Granvela, por Antonio Moro. Representó fielmente a Su Majestad Católica Felipe II y fue uno de los artífices de la Liga contra el Islam promovida por el santo Papa

España, grande y abnegada, a pesar de sus tremendos problemas financieros, asumió generosamente cubrir la mitad de los costos, y finalmente lo hizo hasta un 60% (Walsh).

Faltaba decidir una gran cuestión: quién tendría el mando supremo de la flota. Venecia argumentaba que su bandera atraería más ayuda en la zona insular que sería teatro de la batalla; España –de acuerdo al lugar que el mismo Papa le señalara a su Rey- tenía idéntica aspiración. Con buen espíritu decidieron someterse a la decisión del Pontífice.

Fue una nueva ocasión en que se tornó patente su inspirada sabiduría. Su elección –tintineando en su mente las palabras del Evangelista “hubo un hombre enviado de Dios, cuyo nombre era Juan…”-  recayó sobre el medio hermano de Felipe II, el joven príncipe don Juan de Austria, admirado por su brillante triunfo en la azarosa guerra contra los moriscos.

A fines de julio un correo comunicó la decisión de Felipe II de que la flota genovesa se uniera a la veneciana bajo las órdenes del Almirante de la flota papal, Colonna. La alegría de Su Santidad fue grande… ¡pero qué decepción le tocó sufrir! El intento de maniobras conjuntas fue un completo fracaso. La flota dejó pasar la temporada sin lograr nada. No sólo eso. Los heroicos defensores de Nicosia debieron capitular, en septiembre, ante los turcos. Estos rompieron la palabra dada y 20.000 cristianos cayeron víctima del afán homicida de los musulmanes.

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El valiente guerrero Bragadino, que sería torturado hasta la muerte por los esbirros mahometanos en la toma de Famagusta, poco antes de Lepanto

 

La noticia afectó el ánimo de los defensores de la capital, Famagusta, capitaneados por el probado guerrero Marcantonio Bragadino, decidido a pelear hasta la última resistencia. Quedó abandonado a su suerte y no alcanzó a ver la derrota de los infieles. En la toma de Famagusta, poco antes de la batalla de Lepanto, sería bárbaramente torturado a muerte por los turcos.

Los venecianos se quejaron de la falta de colaboración de la flota genovesa. Las tormentas destruyeron una cantidad de naves.

El dolor y disgusto del Papa por la vuelta sin combatir de una flota de esa magnitud fue indescriptible. Chipre quedaba librada a su propia suerte.

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El Príncipe de Melfi,  Juan Andrea Doria, Almirante de la flota de Génova a las órdenes de S.M.C. Felipe II, uno de los más experimentados y audaces  marinos de la época

 

San Pío V envió a Pompeyo Colonna a presentar su amarga queja ante el Rey Católico y a exhortarlo a concretar su entrada en la liga. Mientras tanto, redoblaba sus oraciones y las procesiones, mientras continuaban -por parte de España y de Venecia- las nubes que amenazaban la liga. Felipe II quería que, en caso de que una de las partes abandonase la liga, recayesen sobre ella penas canónicas.

La República de San Marcos no quería saber nada al respecto. ¡Oh misteriosa fuerza de las penas salvíficas de la Santa Iglesia en la conciencia de los hombres!

Pero en este calvario, cuando todo parecía estar listo, surgían nuevas disensiones. La cuestión de quién representaría a don Juan de Austria en caso de ausencia frenaba el asentimiento final del Rey Católico. Ante estas dilaciones, que le parecieron sospechosas, el Santo Padre escribió de su propia mano una misiva, pidiéndole una inmediata definición so pena de cerrar las tratativas con España –sin dejar de apoyar a Venecia en la inminente lucha.

En Roma se temía que no habría arreglo con España, y que los venecianos harían un acuerdo con los turcos –¡un final trágico de imprevisibles consecuencias!

San Pío V, como hábil timonel, había sabido conducir las tratativas a través de los arrecifes de tantas objeciones, desconfianzas y asuntos litigiosos. Cuando su paciencia llegaba al límite, contemplaba el gran objetivo, y recuperaba una prodigiosa serenidad…

El peligro turco no se mantenía de brazos cruzados: cada vez más ciudades estaban amenazadas. Sólo en Roma por influencia del Papa se percibía plenamente el alcance del peligro del Islam para toda Europa.

A comienzos de marzo de 1571, llegó la respuesta de Felipe II, pareciendo conducir al arreglo final.

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La diplomacia de Carlos IX de Francia  trataba de hacer fracasar la cruzada de San Pío V contra el peligro musulmán. Es que en la Edad Moderna ya había comenzado el proceso de la Revolución igualitaria mundial en el seno mismo de la Cristiandad, que se intentaba destruir por fuera y desde adentro, aunque personas clave como este monarca no fueran plenamente conscientes de ello.

 

A esta altura, el rostro del Papa se hallaba marcado por señales de tristeza y disgusto. El Nuncio en Venecia le comunicaba que el Senado veneciano  alargaba las cosas. Hoy no se resolvía el acuerdo porque había una fiesta; al día siguiente tampoco, porque el Dux estaba enfermo… Se hacía sentir en la trastienda el peso de un poderoso partido que privilegiaba los intereses comerciales por encima de todo, trabajaba duramente contra la Liga y aconsejaba aceptar los ofrecimientos de paz que un agente francés traía en nombre del Sultán. Plinio Corrêa de Oliveira seguramente le hubiese llamado el partido de los “sapos”…

La situación sumió al Papa en honda tristeza. Pero no cejaba en sus afanes y mantenía constantes reuniones con los Cardenales. Uno de ellos le aconsejó mandarlo a Marcantonio Colonna como enviado especial a la ciudad de los canales. Junto con el Nuncio Facchinetti continuaron presionando hasta lograr las condiciones de poner un plazo que, una vez vencido, implicaría la renuncia de la Señoría a la Liga. Finalmente, tuvieron éxito.

Colonna, vuelto a Roma, fue recibido de inmediato por el Papa. El 19 de mayo corrió el rumor de que las tratativas –mantenidas en secreto por orden del Pontífice- habían concluido,  y que la liga estaba formada. Era cierto pero… surgieron nuevas pretensiones que el Papa debió aceptar.

El 25 de mayo,  tras la solemne lectura, fueron aprobados los artículos de la Liga por todos los Cardenales, y jurados por el Papa y los enviados de España y Venecia. El domingo 27 se comunicó formalmente el feliz suceso. Altos dignatarios hicieron conocer públicamente la esencia y metas de la unión ofensiva y defensiva entre el Papa, el Rey de España y Venecia contra el Sultán y los estados musulmanes vasallos, Argelia, Túnez y Trípoli.

Grande fue la alegría de Pío V por la conclusión final de la Triple Alianza. Hizo acuñar una medalla recordatoria y anunció un Jubileo general para implorar la bendición del Señor de las batallas sobre la fuerza de combate cristiana.

Venecia no dejó de poner a prueba nuevamente la paciencia del Papa, postergando por un tiempo el anuncio oficial de la Liga.

Expresiva muestra del espíritu de cruzado del Vicario de Cristo –dice el  historiador de los Papas, Ludwig von Pastor- es su esfuerzo, apenas concluida la Liga, para ampliarla y fortalecerla con otras potencias católicas.

Mandó enviados papales ante diversas cortes, cuya presencia constituyó un apostolado anti-renacentista contra la corriente. Debían evitar recibir regalos, limitar las visitas a lo necesario, no participar de banquetes, cacerías y comedias –apropiadas, en una medida equilibrada y dentro del espíritu católico, para la vida de corte, pero impropias de miembros del Clero-, vestirse con modestia, celebrar la misa y comulgar.

La entrada a la Liga quedaba abierta al Emperador y a todos los restantes príncipes del orbe cristiano, pero ninguno de ellos se sumó a la cruzada…

Entretanto, el Santo Padre, defensor de la Cristiandad, disponía los aprestos necesarios para el combate, deseando que tuviera lugar cuanto antes. Un testigo escribió: “en Roma no se ven más que soldados”. Con estos esfuerzos, la flota papal estuvo lista el 21 de junio.

¿Qué pasó luego, cuando todo parecía preparado para el desenlace final? ¿Había llegado el momento del esperado golpe al poderío musulmán? Lo veremos en la próxima nota.

Fuentes consultadas:

Ludwig von Pastor „Geschichte der Päpste – Im  Zeitalter der katholischen Reformation und Restauration – Pius V (1566-1572)”, Freiburg im Breisgau 1920, Herder & Co., p. 539 y ss.)

William Thomas Walsh, “Felipe II”

Fr. Justo Pérez de Urbel, “Año Cristiano”, Ed. Poblet, Buenos Aires

Leopold von Ranke, „Die Römischen Päpste in den letzten vier Jahrhunderten“, t. 1, Gutenberg-Verlag Christensen & Co., Wien

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♦ Don Juan de Austria, un “jefe incomparable” designado por San Pío V – Nota IV

Las doce galeras que integraban la flotilla papal, aportadas por San Pío V pese a sus limitaciones financieras, fueron las primeras en estar listas para combatir por la Cristiandad, gracias al impulso del Pontífice y la respuesta de Cosme de Florencia y Marcantonio Colonna.

A fines de junio de 1571, las naves se dirigieron a Nápoles a aguardar los barcos españoles al mando de don Juan de Austria, cuya pronta llegada anhelaban para no perder oportunidades de ataque y evitar las seguras protestas de los venecianos.

Pero el arribo de don Juan se hacía esperar… El Papa le ordenó a su almirante, Colonna, avanzar hasta Mesina, donde debía reunirse toda la Armada de la Santa Liga. A fines de julio se le sumó la flota veneciana, al mando del veterano Sebastián Veniero. Era tiempo de atacar; los turcos sitiaban Famagusta, defendida con uñas y dientes por Bragadino -como adelantamos en la nota anterior- y amenazaban Creta, Citerea y otras ciudades del Egeo.

Los ataques turcos y la demora española inquietaron en extremo al Papa, cuyos temores eran más que fundados: el Imperio Turco era un estado religioso-militar cuya propia razón de ser era la guerra, basado en dos ideas-fuerza tomadas del Corán: su derecho universal de conquista y la “guerra santa” (Carlos Gispert).

El 26 de julio dirigió un Breve a don Juan exhortándolo a no demorarse, renovándolo el 4 de agosto por un correo urgente.

Este había partido de Madrid a Barcelona, llegando a mediados de junio. “Como sucedía con la Nobleza romana –dice Pastor- reinaba también entre los Grandes de España gran entusiasmo por la Cruzada. Muchos nobles españoles se habían embarcado ya a principios de ese mes”. No obstante don Juan debió quedarse más tiempo para completar los aprestos bélicos; luego de la difícil guerra contra los moros tenía especial empeño en reunir las fuerzas necesarias. A esto se sumó “la proverbial lentitud de los españoles”. El 16 de julio se hizo a la vela hacia Génova con cuarenta y seis galeras, deteniéndose en el palacio de Juan Andrea Doria.

Este paso era necesario para darle seguridades a Cosme de Médicis: “El Duque Cosme de Florencia era de una dedicación incondicional hacia este Papa lleno de celo, y apoyaba todas sus empresas. Por eso Pío V lo elevó a Gran Duque de Toscana”, dice Johann Sporschil, agregando que grandes señores como Octavio Farnese –que había mostrado poca predisposición a seguir las orientaciones de los Papas- se inclinó ante el prestigio del Santo Padre; los venecianos, tan celosos de su independencia, le obedecían más que a cualquier otro Sumo Pontífice, y así otros grandes de Italia.

Don Juan de Austria juzgó necesario mostrarle al Gran Duque de Toscana la falsedad de los rumores difundidos por agentes franceses, que decían que las tropas españolas se dirigían en su contra (!).   Notable prueba del empeño de las fuerzas enemigas de la Santa Liga, movidas en secreto por la Revolución anticristiana, en plena eclosión en esa primera etapa renacentista-protestante (cf. “Revolución y Contra-Revolución”, de Plinio Corrêa de Oliveira, edición online).

El gran drama de la destrucción de la Cristiandad occidental desde adentro ya había comenzado. Pero el Vicario de Cristo peleaba con todas sus fuerzas esta “batalla antes de la batalla”, con invencible constancia.

Desde Génova, don Juan de Austria enviaba a don Juan Moncada a Venecia para anunciar su pronta llegada a Mesina; y a Hernando Carrillo a Roma a agradecerle al Papa su nombramiento y darle explicaciones por la tardanza.

Al despedirse de Carrillo, San Pío V le encargó transmitirle de su parte a don Juan de Austria “que tuviera en cuenta que partía a la guerra por la Fe católica, y que por esa razón Dios le concedería el triunfo.” Con el ilustre portador, le envió “el santo estandarte de la Liga” (Pastor).

¡Qué promesa, qué símbolo! De damasco de seda azul,  representaba al Salvador crucificado teniendo a sus pies las armas de Pío V, a la derecha las del Rey de España, y a la izquierda las de Venecia. Los blasones estaban unidos por cadenas de oro, y de ellas pendía el escudo de don Juan.

El Cardenal Granvela, Virrey de Nápoles por Felipe II, hizo entrega del bastón de mando y del estandarte a don Juan de Austria en el altar mayor de la Iglesia del Convento de Santa Clara, en presencia de numerosos nobles y de los Príncipes de Parma y de Urbino. El pueblo, conmovido, exclamaba “¡Amén! ¡Amén!”

Como odiosa contrapartida de estas glorias cristianas, arreciaban los intentos destructores de los musulmanes, poniendo a prueba en alto grado la paciencia del Papa que, verdadero Padre de los cristianos perseguidos, requería la partida de la flota.

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La flota ganó un jefe incomparable con don Juan de Austria, el hijo del Emperador Carlos V, afirma el historiador alemán Walter Goetz. A los 24 años demostró la sabiduría de la elección hecha por San Pío V

Luego de una carta de su puño y letra enviada a don Juan con Paolo Odescalchi, aquél se dispuso a partir. El 24 de agosto, en la rada de Mesina, el esperado Habsburgo fue recibido por los Almirantes del Papa y de Venecia, Colonna y Veniero. “Mesina le prodigó al Kaisersohn [el hijo del Emperador], de sólo 24 años de edad, un recibimiento magnífico. Ejemplo de viril belleza, con sus ojos azules y ondulado pelo rubio, don Juan encantó a los impresionables sicilianos”, comenta Pastor.

A su lado se encontraba Luis de Requesens y  Zúñiga, enviado por el Rey Católico para atemperar los ardores de su medio hermano y evitar un ataque temerario. En el primer encuentro con los jefes se disculpó don Juan por la tardanza y con juvenil entusiasmo expresó su coraje guerrero y su confianza en el triunfo. “La flota que se había logrado reunir había ganado un jefe incomparable con don Juan de Austria, hijo natural de Carlos V” (W. Goetz).

Los intereses y la antigua desconfianza entre españoles y venecianos contribuyeron a poner de relieve la insuficiencia del armamento de éstos. Sobre todo se hacía sentir el temor a la supuesta invencibilidad del poderío naval turco, impresión que San Pío V tantas veces refutara con confianza sobrenatural y sólidos argumentos.

Pese a los 60 barcos venecianos y 12 galeras genovesas de Doria que engrosaron la flota, las vacilaciones continuaban frenando un avance decidido. En las maniobras conjuntas se vio que los barcos venecianos no contaban con suficiente tripulación. Había que suplir la falta con tripulantes españoles, a lo que el almirante veneciano se oponía; felizmente, la intervención del romano Colonna allanó el camino.

Luego de tres semanas de deliberaciones partieron, por fin, en dirección a  Corfu, reuniéndose en la costa de Albania. Para evitar roces dispusieron que el prominente Agostino Barbarigo actuara como representante del veneciano Sebastián Veniero.

Los vigías cristianos informaron que la flota turca se hallaba en el puerto de Lepanto. Los siguientes días transcurrieron en observación recíproca por parte de ambos bandos.

Llegó entonces la noticia de la sangrienta caída de Famagusta, capital de Chipre, defendida por el heroico Bragadino (ver nuestra nota anterior). Los turcos lo habían desollado vivo, rellenado su piel con paja y, poniéndole traje oficial veneciano, habían atado esos restos al lomo de una vaca paseándolos por toda la ciudad. Esta crueldad grotesca y satánica llenó a los guerreros de justa indignación y deseos de dar merecido castigo al enemigo.

Acercándose la hora de la batalla decisiva, los combatientes se prepararon recibiendo los santos sacramentos de los capuchinos y jesuitas que los asistían. El día de Lepanto, “la mayor ocasión que vieran los siglos” (Cervantes), estaba despuntando…

Fuentes consultadas:

Plinio Corrêa de Oliveira, “Revolución y Contra-Revolución”  http://rcr-una-obra-clave.blogspot.com/

 

Ludwig von Pastor „Geschichte der Päpste – Im  Zeitalter der katholischen Reformation und Restauration – Pius V (1566-1572)”, Freiburg im Breisgau 1920, Herder & Co., p. 539 y ss.)

Carlos Gispert et al. – “Historia Universal”, Ed. Océano, Barcelona, 2002

Walter Goetz et al. – „Das Zeitalter der religiösen Umwälzung – Reformation und Gegenreformation 1500-1600“ – „Propyläen Weltgeschichte”, Berlin, t. V

Johann Sporschil – „Populäre Geschichte der katholischen Kirche” – t. III

William Thomas Walsh, “Felipe II”, Espasa-Calpe, Madrid, 1943

Fr. Justo Pérez de Urbel, “Año Cristiano”, Ed. Poblet, Buenos Aires

 

♦ Lepanto: “la mayor victoria sobre los infieles de que los hombres tengan memoria” – Nota V – final

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San Pío V por Salamberri (Ayuntamiento de Pamplona). El cuadro muestra su gran fortaleza y sacralidad

 

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“Hubo un hombre enviado por Dios, cuyo nombre era Juan”. Las palabras del Evangelio de San Juan inspiraron al Papa para la elección de don Juan de Austria como Generalísimo de la Armada

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El estandarte de la Santa Liga, que San Pío V envió a Don Juan, con la seguridad de que, si daba batalla por la Fe, lograría la victoria

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Alí Pashá, el magnífico, Gran Almirante de los turcos, que intentó imponer el Islam en la Europa católica, siendo derrotado por el Papa y la Santa Liga – Muerto de un tiro de arcabuz español, su cabeza fue puesta en una pica por un galeote liberado – Al conocerse la desaparición del Gran Almirante turco, la victoria cristiana se definió

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“La mayor victoria sobre los infieles de que los hombres tengan memoria” (palabras del Papa San Pío V)

La escuadra turca había salido de Constantinopla con el objetivo de completar el despojo  de Chipre a la Serenísima República de Venecia; y de destruir las naves cristianas reunidas en Santa Liga a instancias de San Pío V, incansable Padre y defensor de la Cristiandad amenazada.

Antes de salir, el Gran Almirante turco Alí Pashá mostró el verdadero espíritu de ese brazo armado del mal y sus misterios de iniquidad crucificando y desollando vivos a prisioneros cristianos “como sacrificio a Mahoma para merecer la victoria” -escribe W. T. Walsh, en su notable relato de la jornada de Lepanto (p. 565).

Su seraskier Mustafá se le unió, luego de la toma de Famagusta, ejecutada con clamorosos extremos de crueldad y falsedad;  la piel del heroico Bragadino* se balanceaba en la antena de su navío… (* ver nota IV).

No se trataba del entrechoque de pueblos antagónicos de Oriente y Occidente, sino de una pelea decisiva entre el predominio del Catolicismo o del Islam.

“Mahometanos y cristianos eran irreconciliables: los primeros aspiraban a la hegemonía en el Mediterráneo, y los segundos defendían la civilización cristiana, que comprendía casi todos los pueblos lindantes con el mismo”. “… el Papa Pío V invitó a los reyes y príncipes cristianos para aunar fuerzas teniendo como objetivo primordial defender la civilización verdadera” (J. B. y C., Canónigo de la Catedral de Barcelona).

El Pontífice era “firme partidario de frenar un hipotético imperio religioso musulmán en el Mediterráneo” (Cumplido Muñoz).

“Formóse la Santa Alianza, constituida por el Papado, España, Dux de Venecia, Estados de Génova, Florencia, Saboya y la Orden de Caballeros de Malta…”, agrega el Canónigo barcelonés.

La definición de la contienda afectaría a fondo el mundo de la Edad Moderna. No obstante,  el Renacimiento trataría de relativizar su carácter de cruzada con manifestaciones artísticas y literarias inspiradas en la mitología pagana (Pastor).

Faltando poco para la pelea, subsistían dudas -en ambos bandos- sobre la conveniencia de arriesgar el todo por el todo en una gran batalla. Surgían contrapropuestas minimalistas que no gozaban de la simpatía de don Juan de Austria, ni del Gran Almirante de los turcos. El ideal de cruzada enarbolado por el Papa excluía las medias tintas, y fue determinante.

Mesina,  punto de reunión de las tres flotas, vivió horas históricas cuando Mons. Odescalchi, enviado del Vicario de Cristo,  bendijo la escuadra que partía a la gesta por la Fe, repartiendo entre las naves capitanas astillas de la Santa Cruz traídas en un relicario.

El Sumo Pontífice, desde Roma, prometía a don Juan que, si daba la batalla, Dios le daría la victoria. Y concedió indulgencias especiales a los defensores de la Cristiandad.

Su influencia contrarreformadora marcaba el ambiente: se prohibió la presencia de mujeres a bordo y se castigaron las blasfemias con la pena máxima (tradición que mantuvieron algunos generales de la Emancipación americana).

Era una gesta católica, muy diferente de las guerras actuales. El Generalísimo ayunó tres días, con sus hombres y oficiales. Ni uno solo de los 81.000 marineros y soldados dejó de confesarse y recibir la Santa Comunión (Walsh).

Imponente veíase  la figura del legado Odescalchi, de rojo, de pies a cabeza, conforme la tradición de la Iglesia,  símbolo –hoy muchos lo olvidan- de la disposición de dar la vida por Jesucristo.

Impartía solemnemente la bendición a cada barco según tomaban rumbo los cruzados, de rodillas en los puentes, con coloridos uniformes y relucientes armaduras.

En la alta proa de la Real se encontraba, con gallardía de Habsburgo y coraje de cruzado, el príncipe don Juan, hijo del Emperador Carlos, a quien el Pontífice deseaba incorporar al número de soberanos católicos si se conquistara para la Cristiandad algún reino, en la zonas invadidas por el Islam.  Con su armadura repujada en oro, se erguía bajo la bandera de Aquella que había aplastado la cabeza de la serpiente (significado de “Guadalupe”, en lengua nahua).  Al estandarte de Nuestra Señora de Guadalupe se añadiría el de la Liga en la hora del combate (ver ilustración).

Especial admiración causaron las seis galeazas de Venecia, dotadas de 44 bocas de fuego, fortalezas que “parecían palacios” en las aguas azules del Tirreno (Pastor).

Al llegar a Corfú, vieron con horror la huella de los turcos: ruinas carbonizadas de iglesias y casas, crucifijos profanados, cuerpos destrozados de sacerdotes, mujeres y niños, devorados por perros y buitres.

El 5 de octubre se enteraron de las atrocidades cometidas contra Bragadino y los defensores de Famagusta (ver nota IV de esta serie). El furor encendió aún más sus deseos de destruir la amenaza turca. Enterados de que éstos querían volverse a Constantinopla antes de las tormentas de otoño, se apuraron en su persecución y les cerraron la salida en el Golfo de Lepanto.

Amaneció el 7. El vigía del Almirante  Doria divisó a lo lejos un escuadrón enemigo. Don Juan gritó exultante: “Aquí venceremos o moriremos”.

La Armada avanzaba según el plan que trazaran don García de Toledo y el Duque de Alba, Grandes de España.  Era la suma de esfuerzos de figuras exponenciales de la Cristiandad. Así lo dispuso el Generalísimo don Juan, con el apoyo de J. Andrea Doria, Requesens y Santa Cruz, los tres consejeros que le recomendara  tener en cuenta Felipe II.

Navegaba agrupada en cuatro alas,  formando un arco de legua y media para enfrentar al enemigo. A la izquierda, del lado de la costa, iba el veneciano Barbarigo, con 64 galeras, tratando de evitar que los otomanos lo envolvieran. Don Juan mandaba el centro, “la batalla”, con 63 galeras, teniendo a ambos lados a los almirantes Colonna y Veniero,  en sus naves, y a Requesens por detrás. El escuadrón de Doria, de 60 galeras, formaba el ala derecha, en alta mar. En la retaguardia venía la escuadra de auxilio, a las órdenes del Marqués de Santa Cruz, que realizaría hazañas portentosas.

La gran fortaleza flotante de la Liga se desplegaba magníficamente.

Los turcos, de acuerdo a las cifras de Walsh, tenían alguna superioridad bélica en galeras: 286 contra 208 de los cristianos. Enardecidos a la vista de quienes osaban disputarles el Mediterráneo para la Cruz, preparaban los puentes para entrar en acción.

Mohamed Scirocco se oponía a Barbarigo, con 55 galeras; el Gran Almirante Alí y Pertew Pashá, con 96, hacían frente a don Juan; el corsario Uluch Alí –en realidad el fraile apóstata calabrés Occhiali- , que operaba en Argelia con 73 naves, enfrentaba a Doria.

En retaguardia venía el escuadrón de reserva.

El viento del Este hinchaba las velas de los infieles dándoles empuje contra los cristianos, que tenían que remar.

La preponderancia turca en naves pesadas llevó a algunos generales a pedir un consejo de guerra. Contestó don Juan: “Señores, no es hora de debates sino de combates” (Cumplido Muñoz).

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“La batalla más grande que vieran los siglos”, como la describió Cervantes, fue un gran triunfo de la cruz sobre la media luna

Para despejar el campo para la artillería hizo cortar de las proas de las naves los espolones, aguijones de varios metros que se clavaban en los barcos enemigos produciendo tremendas roturas. ¿Convendría eliminar los devastadores arietes?

Todos estaban expectantes. El almirante, con su armadura dorada, recorría la flota en un bajel ligero, arengando a las tropas, prometiéndoles la victoria de la Cruz y el Cielo a los que cayeran en combate, y exhortando a manejarcon brío y cólera las espadas”.

Por disposición suya, en el mástil delantero, “se colocó un santo Cristo que, por orden del Rey don Felipe II, se transportó desde Madrid, pues lo consideraba milagroso por un hecho extraordinario ocurrido en una iglesia que se incendió”. Se trataba del Santo Cristo de Lepanto, que prodigiosamente se hizo a un lado para esquivar una bala, quedando para siempre en esa posición.  Venerado luego con cultos especiales, recibió honras de Capitán General del Ejército Español (J. B. y C., Canónigo de la Catedral de Barcelona).

“Dada la señal de embestir por el Generalísimo –dice el mismo autor-, éste levantó el estandarte que había recibido del Sumo Pontífice, con la imagen de Jesucristo que tenía en el estanterol de su Capitana Real. A su vista, los oficiales dirigen breve y enérgica exhortación a los soldados, e hincados todos de rodillas delante del Crucifijo, oran, hasta que, aproximadas las flotas, se da una segunda señal y empieza el combate”.

El grito de los guerreros se generalizó cuando el estandarte del Papa con la imagen de Cristo Crucificado se alzó en la Real iluminado por el sol, junto a la bandera azul de la Virgen de Guadalupe.

Alí Pashá abrió la batalla desafiando a don Juan con un cañonazo, que  éste  contestó con otro. Las seis galeazas abrieron el fuego de 264 cañones rompiendo la línea enemiga.

“Al principio todo les era favorable a los turcos: viento, mayor número de soldados y la línea de naves más extendida; pero, de repente, muda de dirección el viento y, debido a su impetuosidad y fuerza, lleva el fuego y humo de la artillería contra los infieles, cegándoles totalmente la vista” (J. B. y C., Canónigo).

El inesperado cambio del viento fue tomado como un favor de la Ssma. Virgen, a quien estaba encomendada la Armada. Las galeras cristianas se vieron de pronto impulsadas hacia el enemigo.

Cinco naves rodearon la galera de Barbarigo lanzando una nube de flechas envenenadas. Los barcos se abordaron y comenzó la lucha cuerpo a cuerpo. El general se descubrió para dar una orden en el fragor de la pelea. Una flecha enemiga fue a clavársele en un ojo. Murió como un valiente, valiéndole sin duda las palabras de católica esperanza de don Juan de Austria…

Doria combatía a mar abierto en el lugar más peligroso, “donde sólo contaban la estrategia y la ciencia marinera”.  Rival digno de él, peleaba con el  apóstata Uluch Alí, cuyas pesadas galeras hacían estragos en la escuadra del genovés que, aunque abrumado, luchaba magníficamente. En una hora había perdido casi todos los soldados de diez de sus naves, cuyos sobrevivientes peleaban denodadamente a la espera de socorro.

Las galeras del centro cristiano habían trabado una contienda mortal con las de su adversario. Al ver Alí Pasha las santas banderas flotando en la Real, se lanzó hacia ella. Ambos cascos chocaron por la proa. La  del turco, más alta y pesada, era tripulada por 500 jenízaros escogidos. El corte de espolones mostró su eficacia permitiendo a don Juan sembrar la muerte en las filas de esa tropa de élite.

Tres horas “aciagas y horribles” se peleó cuerpo a cuerpo. Siete galeras turcas apoyaban La Sultana; los jenízaros caídos sobre el puente eran reemplazados por los de las embarcaciones de reserva. La horda mahometana, con terribles alaridos, entró dos veces en la Real pero fue rechazada.

Don Juan tenía muchas pérdidas y sólo dos naves de reserva. Luchando valerosamente, fue herido en un pie. En esta crítica situación, Santa Cruz vino en su ayuda después de salvar a los venecianos, mandándole 200 hombres de refresco.

Enardecidos, los españoles se lanzaron tan furiosamente sobre Alí y sus jenízaros, que los rechazaron hasta su propia nave. Tres veces la cargaron y fueron rechazados por los otomanos, empapados de sangre en medio de los cadáveres.

Ambas escuadras estaban unidas en un abrazo de muerte. Las aguas, teñidas de rojo. El estruendo de los mosquetes, los gritos, el choque de los aceros, el tronar de la artillería, la caída de los mástiles quebrados resonaron toda la tarde. Veniero, con sus 70 años, peleaba espada en mano a la cabeza de sus hombres. El joven Príncipe de Parma entró solo en una galera turca y pudo vivir para contarlo.

El momento era crítico y el final incierto cuando Alí Pasha, el Magnífico, defendiendo su nave del último empuje cristiano cayó derribado por la bala de un arcabuz español. Su cuerpo fue arrastrado hasta los pies de don Juan.

“Alí Pachá recibió un disparo en la frente y un galeote de los liberados para combatir le cortó la cabeza y se la presentó a Don Juan ensartada en una pica. La noticia de la conquista de La Sultana y la muerte de Alí Pachá pasó de una nave a otra y los turcos comenzaron a dar por perdida la batalla” (Cumplido Muñoz).

“Gritos frenéticos de victoria salieron de los cristianos de la Real, a la vez que arrojaban al mar a los descorazonados turcos e izaban el estandarte de Cristo Crucificado en el palo mayor de la Sultana.

“No había ni un solo agujero en la santa bandera, aunque todo a su alrededor estaba acribillado y el tronco del mástil que lo sustentaba erizado de flechas…  (Walsh).

En cierto momento,  “Don Álvaro de Bazán y su capitana La Loba destruyó a cañonazos una galera turca y embistió a otra en la que él mismo dirigió el abordaje recibiendo dos balazos que no traspasaron su armadura” (Cumplido Muñoz).

El ala derecha del Príncipe de Melfi seguía combatiendo furiosamente con los argelinos. Doria estaba cubierto de sangre, pero ileso. El renegado Uluch Alí inició una veloz retirada enfrentándose con una galera de los Caballeros de Malta, a quienes odiaba especialmente. Mató (o dio por muertos) a todos los caballeros y tripulación, llevándose el barco, pero Santa Cruz lo obligó con sus ataques a abandonar la presa, huyendo con 40 de sus mejores naves aunque perdiendo muchos hombres. Doria lo persiguió hasta que la noche y la tormenta lo forzaron a desistir, con pesar de sus guerreros.

En el fragor de la lucha no se desmentía la nobleza de sangre y espíritu de tantos hombres que tenían en su Generalísimo un auténtico modelo. En una galera “…encontraron a los hijos de Alí Pachá, Mohamed Bey de diecisiete años y Sain Bey de trece. Llevados ante Don Juan, se echaron llorando a sus pies y aquél les consoló por la muerte de su padre, mandó que fueran alojados y que les llevaran ropa y comida…” (Cumplido Muñoz).

Los cristianos se dirigieron a un puerto cercano para evaluar sus pérdidas, más bien pequeñas, y su botín, que era riquísimo. Habían perdido 8.000 hombres –más de la mitad venecianos. Los turcos habían perdido más de 220 navíos, 130 capturados y 90 hundidos, y más de 25.000 bajas, a los que cabe sumar 10.000 cristianos cautivos liberados.

Don Juan despachó naves a España y a Roma, para informar al Rey Católico y al Papa.

A su hermano, le decía: «Vuestra Majestad debe mandar se den por todas partes infinitas gracias a nuestro Señor por la victoria tan grande y señalada que ha sido servido conceder en su armada” (Cumplido Muñoz).

“Pero Pío V -dice Walsh- tenía medios más rápidos de comunicación que las galeras”. En la tarde del domingo oía a su tesorero Cesis la relación de sus dificultades financieras. “De repente se separó de su interlocutor, abrió una ventana y quedó suspenso, contemplando el cielo. Volvióse después a su tesorero y, con aspecto radiante, le dijo: ‘Id con Dios. No es ésta hora de negocios sino de dar gracias a Jesucristo, pues nuestra escuadra acaba de vencer’.

“Y apresuradamente se dirigió a su capilla, a postrarse en acción de gracias. Cuando salió, todo el mundo pudo notar su paso juvenil y su aire alegre” (Cabrera, citado por W. Th. Walsh).

El hecho fue muy comentado. El Cardenal Hergenröther consigna que “el triunfo fue visto con anticipación por San Pío V” (t. III, pp. 263-4).

Las primeras noticias por medios humanos llegaron de Venecia a Roma dos semanas después, confirmando estas visiones sobrenaturales, señales inequívocas de los designios de Dios.

El Papa convocó a una procesión a San Pedro, cantando el Te Deum.

“El Santo Padre conmemoró la victoria designando el 7 de octubre como fiesta del Santo Rosario, y añadiendo ‘Auxilio de los Cristianos’ a los títulos de Nuestra Señora, en la letanía de Loreto” (Walsh).

Más precisamente, San Pío V añadió la letanía y mandó celebrar en todas partes la festividad con el nombre de “Nuestra Señora de la Victoria”. Dado el fervor con que, a su ejemplo, se rezó el Rosario en la ocasión en toda la Cristiandad, y a haber ocurrido el triunfo en Domingo consagrado a esta oración –la más importante después de la Santa Misa, de acuerdo a San Luis María G. de Montfort-, su sucesor Gregorio XIII lo estableció como fiesta de Nuestra Señora del Rosario –también llamada “de Ntra. Sra. del Rosario de la Victoria”.

Felipe II recibió la noticia con la majestuosa serenidad que lo caracterizaba en el Palacio-Fortaleza y Monasterio de El Escorial. Le llegó mientras asistía al rezo de Vísperas cantadas por los Jerónimos.  Participó del Oficio hasta el final y luego hizo el anuncio. La alegría fue inmensa. Los monjes hicieron procesión y el Rey recibió la felicitación de los nobles y embajadores, disponiendo que se celebrara una misa por las almas de los fieles caídos en Lepanto.

Al día siguiente fue a Madrid a la procesión de Todos los Santos, junto a la corte, embajadores, prelados y sacerdotes, vestidos con abundancia de seda y oro de acuerdo a ocasión y condición.

En Santa María, el Cardenal Alexandrino, llegado con San Francisco de Borja, rezó con magnificencia la solemne misa cantada. Sus palabras y los versículos del salmo XX tocaron a fondo a todos, y no menos a S.M.C.:

“En tu fuerza, oh Señor, se alegrará el Rey…

Le has concedido la salvación y una gloria grande;

de gloria has cubierto su cabeza y le has dado admirable hermosura…

Que tu mano caiga sobre tus enemigos; que tu mano derecha caiga sobre cuantos te odian.

“Tú los abrasarás como horno ardiente y les mostrarás tu rostro encolerizado;

la ira del Señor les turbará y el fuego les devorará.

Exterminarás sus hijos sobre la tierra,  la simiente de su raza entre los hombres.

Pues han querido que todos los males cayeran sobre ti y han tramado venganzas que no han podido ejecutar.”

                                       *     *     *

Sobre Lepanto, dice el Canónigo de Barcelona:

“La victoria alcanzada por los cristianos fue rotunda, aplastante”.

Si grande fue “la presa y la ventaja material de la jornada”, mayor fue “la moral, el haber dado un terrible golpe al poder marítimo y prestigio de los turcos, que desde esa fecha empezaron a decaer de su preponderancia en el Mediterráneo”.

Los vencidos “demostraron que aquella osadía y aquella intrepidez de que hicieron alarde durante tanto tiempo se había sepultado para siempre en las profundidades del golfo” (Angel de Altolaguirre y Duvale).

La mano de Dios, presente en tantos episodios, se hizo notar en la elección de don Juan de Austria, de sólo 24 años:

Fuit homo missus a Deo cui nomen est Joannes; “Hubo un hombre enviado por Dios, cuyo nombre es Juan” (Evangelio de San Juan, cap. I). Son las palabras que, al designarlo Generalísimo de la Santa Liga, y ahora, en la exaltación de su alegría, salieron de los labios de Pío V; “aquel joven que había logrado lo que ninguno consiguiera, que había superado en arrojo a los más atrevidos marinos de su época, parecía como por Dios enviado para salvar a la Cristiandad del terrible azote que le amenazaba”. La voz de la gracia y la convocatoria del Pontífice santo lo hicieron considerarse con razón “el llamado a salvar la Cristiandad” (Altolaguirre y Duvale).

La gesta de Lepanto enseña que, “cuando los hombres resuelven cooperar con la gracia de Dios, se producen las maravillas de la historia”, dice Plinio Corrêa de Oliveira en “Revolución y Contra-Revolución” (parte II, cap. IX in fine).

El primer lugar en la gesta de Lepanto, entre esos hombres, lo ocupó San Pío V, un Pontífice lleno de celo por la Casa de Dios y penetrado de entusiasmo de cruzado. Decía que si los católicos no lucharan con la firmeza debida, él mismo saldría a pelear para ejemplo de los jóvenes.

Su satisfacción era enorme por haberse logrado “la mayor victoria sobre los infieles de que los hombres tuviesen memoria”, como escribía el Papa a los reyes de la Cristiandad (Pastor). Animaba a los Cardenales, a don Juan de Austria, y a las potencias de la Liga a continuar la cruzada, estimando en 10 años el tiempo necesario para destruir por completo el poderío turco y aún recuperar el Santo Sepulcro

Su muerte, al año siguiente, no permitió el pleno cumplimiento de sus proyectos pero dejó plantado bien alto el estandarte pontificio de la cruzada por la civilización cristiana, proclamado por primera vez por el Beato Papa Urbano II al grito de “¡Dios lo quiere!”

Podemos imaginar su colosal figura amparando la nave de San Pedro y todos los restos vivos de Cristiandad, rumbo a su plena restauración, ante peligros como los que él enfrentó con tanta sabiduría, fortaleza, dedicación, diplomacia, astucia evangélica, mortificación, rezo del Rosario, coraje e inconmovible confianza.

Para los hombres de todos los tiempos, especialmente válida en días conturbados como los que pasan la Santa Iglesia y esos restos vivos de Cristiandad en estos tiempos, aparece la lección que el Senado de Venecia dejó grabada en sus paredes a propósito de Lepanto:

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“No fueron las armas, no fueron las fuerzas militares, no fueron los generales, sino la Virgen María quien nos hizo victoriosos”.

A mayores peligros, más espectacular será su victoria. Ella la anunció en Fátima:

“por fin, mi Inmaculado Corazón triunfará”.

Fuentes consultadas:

Plinio Corrêa de Oliveira, “Revolución y Contra-Revolución”, ed. online, http://rcr-una-obra-clave.blogspot.com/

Del mismo autor: “Nobleza y élites tradicionales análogas – en las alocuciones de Pío XII al Patriciado y a la Nobleza romana”, Ed. Fernando III, el Santo – Madrid, 1993

Ludwig von Pastor „Geschichte der Päpste – Im  Zeitalter der katholischen Reformation und Restauration – Pius V (1566-1572)”, Freiburg im Breisgau 1920, Herder & Co., pp. 539 y ss.

 William Thomas Walsh, “Felipe II”, Espasa-Calpe, Madrid, 1943

“Novena al Santo Cristo de Lepanto – Historia de la Batalla de Lepanto” – Canónigo J. B. y C. – Santa Iglesia Catedral, Barcelona, 16ª edición

Joseph Cardinal Hergenröther, „Handbuch der allgemeinen Kirchengeschichte“, 3ª ed., Herder, Freiburg in Breisgau, 1886, t. III, pp. 263-4

Angel de Altolaguirre y Duvale – “Don Alvaro de Bazán”, Ed. Nacional, 1971

José Ramón Cumplido Muñoz,  “La Batalla de Lepanto (7 de octubre de 1571):La gran victoria naval en el Mediterráneo” – www.revistanaval.com/armada/batallas/lepanto.htm‎

Modesto Lafuente – “Historia General de España”, t. XIII – Google Books

Fr. Justo Pérez de Urbel, “Año Cristiano”, Ed. Poblet, Buenos Aires

 

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