En algo más de dos semanas la Iglesia, que parecía inmersa en las garras de la agonía, mostró una vitalidad inesperada, probando su origen divino y la continua asistencia del Espíritu Santo.
Los medios de comunicación liberales tuvieron el placer de destacar que, pese al pontificado populista y modernizador del Papa Francisco, la hemorragia de la práctica religiosa no paró de difundirse dentro de la Iglesia Católica, ni el cierre de Iglesias debido a la declinación de las ordenaciones sacerdotales, a la consiguiente reducción del presupuesto para el mantenimiento de sus actividades litúrgicas y caritativas, y, peor aún, a las luchas internas provocadas por la “apertura” del pontífice argentino.
Esos analistas previeron que, en breve, la gran Institución que modeló la cultura y la civilización occidentales e influenció el mundo entero con su pensamiento se tornaría insignificante.
¡Pero esto no es así! La convergencia de más de 100 Jefes de Estado al funeral de Francisco y la presencia en Roma de más de 1500 periodistas para cubrir la congregación general del Colegio Cardenalicio, el Cónclave y la elección del nuevo Papa, atrajeron la atención de millones de católicos y no católicos de los cinco continentes. A sus ojos, la milenaria Institución fundada por Nuestro Señor Jesucristo apareció con el fulgor de sus mejores días. ¡Y ellos quedaron cautivados!
El escritor boliviano José Andrés Rojo lo expresó bien en las páginas del diario izquierdista El País, de Madrid:
Cualquier lego que se acerque a ese proceso queda deslumbrado con los protocolos que lo rigen.
El manejo meticuloso del tiempo, el cuidadoso arreglo de figuras, espacios y colores, las vestimentas de los protagonistas, la información transmitida de a poco, el espectáculo…
Los líderes del nuevo orden corrieron al Vaticano para aprender con la Iglesia Católica. No porque estén interesados en sus homilías o reflexiones teológicas, ni en sus mandamientos. Lo que quieren entender es cómo desarrollan sus espléndidos ceremoniales. Y así aprender cómo conquistar el afecto del rebaño y despertar sus emociones para conducirlo a aquella nueva edad de oro que tan enfáticamente prometen.
De hecho, durante 24 horas, los ojos del mundo entero convergieron sobre las gaviotas orgullosamente paradas junto a la pequeña chimenea levantada por los funcionarios del Vaticano de donde el humo –negro o blanco- indicaría el resultado misterioso de la elección más aristocrática del mundo democratizado de hoy.
Participaron del Cónclave 132 electores, en su mayoría escogidos por el soberano fallecido según criterios un tanto caprichosos, sin haber tenido siquiera la oportunidad de conocerse íntimamente en consistorios periódicos, como sucedía en el pasado.
La dificultad adicional de venir de 77 países con culturas e intereses pastorales muy distintos preanunciaba un largo proceso para elegir a alguien que lograra el consenso de no menos de dos tercios de ese cuerpo electoral heterogéneo: heterogeneidad agravada por la divergencia teológica entre prelados progresistas, ávidos de la continuidad del aventurero “cambio de paradigma” emprendido por el Papa Francisco, y aquellos que veían su abertura al Zeitgeist (espíritu de la época) como una traición al mensaje del Evangelio, al punto de que no pocos observadores levantaran la hipótesis de un cisma.
Una vez más, todas estas expectativas se vieron frustradas. En tan sólo cuatro escrutinios , el 267° sucesor de San Pedro fue elegido. El Cardenal-Arzobispo de Argel, un prelado ultraprogresista, declaró que, después de un momento de “expresión de divergencia” en las votaciones, “rápidamente hubo una inmensa unanimidad”. Al punto de que, según él, la votación “podía haber terminado más temprano”, sugiriendo que, en el tercer escrutinio, el Cardenal Robert Vincent Prévost ya había alcanzado la mayoría calificada necesaria. Una elección que contradecía las previsiones de las agencias de apuestas y los deseos secretos de aquellos que deseaban un sucesor que continuara la aventura bergogliana y ‘desoccidentalizase´ aún más la Iglesia Católica en dirección a las periferias del ‘Sur Global´.
Inspirado por la prudencia, que exigía una figura capaz de unir una Iglesia profundamente dividida por la línea pastoral y el estilo autoritario de Francisco, para que pudiese guiar los fieles e iluminar las conciencias en medio del actual caos geopolítico –y, esperamos, guiado por las inspiraciones del Espíritu Santo- el Colegio Cardenalicio escogió una persona desconocida por el público en general, pero que personificaba los trazos que el Cardenal Timothy Dolan imaginó, al declarar por los micrófonos de la NBC antes de embarcar en su avión en Nueva York:
“Me encantaría ver a alguien con el vigor, la convicción y la fortaleza de Juan Pablo II. Me encantaría ver a alguien con la potencia intelectual del Papa Benedicto XVI. Me encantaría ver a alguien con el corazón del Papa Francisco…, alguien con aquel calor, aquel corazón, aquella sonrisa, aquella bondad, aquella acogida, tal vez con un poco de mezcla con Juan Pablo II y Benedicto XVI en lo referente a más claridad en las enseñanzas, más refinamiento en la tradición de la Iglesia, más búsqueda en los tesoros del Papado para recordarnos lo que Jesús espera de nosotros en este momento”.
El refinamiento de las tradiciones de la Iglesia fue bien servido desde la primera aparición de León XIV en el balcón, que no dejó nada que desear a los corazones enamorados de los esplendores de la pompa pontificia: moceta y estola bordada, cruz pectoral y procesional de oro, sin improvisación personalista, más un discurso escrito, proferido en tono sobrio y con marcada nota religiosa, concentrando su misión en la predicación de Cristo
Resucitado y depositando filialmente su ministerio petrino en las manos de Nuestra Señora. Una devoción mariana confirmada al día siguiente por su inesperada visita al santuario de Nuestra Señora del Buen Consejo de Genazzano, el inspirador fresco con características orientales transportado por ángeles desde Albania a los alrededores de Roma, foco de la devoción mariana de la Orden de San Agustín a la que el nuevo Papa pertenecía.
El primer sermón de León XIV a los Cardenales, en la Capilla Sixtina, fue también un recordatorio de lo que Jesús espera de nosotros hoy. Comentando el contexto del episodio evangélico de la confesión de San Pedro, su actual sucesor enfatizó el hecho de que “un mundo que considera a Jesús como una persona enteramente carente de importancia , a lo sumo un personaje curioso” y que “no dudará en rechazarlo y eliminarlo” cuando su presencia se torne inconveniente, o entonces aquellos que lo consideran una persona que dice apenas como otros grandes profetas y lo siguen “al menos hasta que puedan hacerlo sin muchos riesgos e inconvenientes”, pero que “lo ven apenas como un hombre y, por lo tanto, en el momento del peligro, durante la Pasión, aún ellos lo abandonan, y se alejan, desengañados”.
Según el nuevo Papa, esos dos comportamientos son muy actuales: “Ellos encarnan, de hecho, ideales que podemos fácilmente encontrar –a veces expresados en un lenguaje diferente, pero idénticos en substancia- en la boca de muchos hombres y mujeres de nuestro tiempo”. Esto, incluso entre los bautizados, donde no faltan aquellos que reducen a Jesús “a una especie de líder carismático o de superhombre” y que terminan “viviendo, en ese nivel, en un ateísmo de hecho”.
Esta visión del estado de la humanidad es la antítesis del optimismo feliz que presidió la convocatoria , las discusiones y las opciones pastorales del Concilio Vaticano II, basado en la idea de que la humanidad caminaba en dirección a los valores del Evangelio y, por lo tanto, no eran más necesarios los anatemas, bastando una exposición positiva de esos valores. La imagen de la Iglesia militante sería substituida por la de la Iglesia peregrina, caminando de manos dadas con el mundo hacia un Reino escatológico cuya localización –en este mundo o en el próximo- es incierta.
No hay nada de eso en la visión del nuevo papa. Ante una humanidad que desprecia, ignora o desvaloriza a Cristo, él nos convoca a “testimoniar la fe jubilosa en Cristo Salvador”, y a repetir con San Pedro “Tú eres Cristo, el Hijo de Dios vivo!”
Una tarea que su sucesor reconoce haber recibido como un tesoro, para que “con su ayuda, (él) sea un administrador fiel”, de modo que la Iglesia “sea cada vez más la ciudad edificada sobre un monte, un arca de salvación navegando por las corrientes de la historia, un farol iluminando las noches de este mundo”. Estamos a mundos de distancia de la Declaración de Abu Dhabi y de las declaraciones escandalosas en Singapur de que todas las religiones son caminos hacia Dios…
Aún es temprano para saber hasta dónde el nuevo Papa llevará ese programa misionero, pero una cosa parece clara: su elección representa un regreso al orden. Esperemos que esto no se dé tan sólo en el plano de las apariencias externas –ya que, como sabiamente dijo Víctor Hugo , “la forma es la substancia que sube a la superficie”-, sino también en los planos doctrinario y disciplinario, para que la inmensa confusión sembrada por el pontífice anterior, con sus declaraciones precipitadas y documentos controvertidos como Amoris Laetitia y Fiducia Supplicans, pueda ser disipada, y la persecución a clérigos, intelectuales y fieles que fueron marginados y sancionados por su fidelidad a las enseñanzas morales de la Iglesia o a su inmemorial rito litúrgico pueda llegar a su fin.
Al explicar su elección del nombre León, el nuevo pontífice afirmó que uno de los motivos era el recuerdo de León XIII, que lanzó las bases de la doctrina social de la Iglesia en respuesta a los desafíos de la Revolución Industrial, así como hoy ella enfrenta los de la nueva revolución digital. Otra explicación podría ser su afección por León XIII, que nació cerca de Genazzano , fue educado por los agustinos y fue quien incluyó la invocación Mater Boni Consilii a Genazzano en la Letanía de Loreto.
Según el diario “Le Figaro”, el Cardenal serbio Ladislav Nemet compartió una anécdota que circulaba entre los Cardenales y que ofrecía otra explicación para la elección del nombre Leo (“león” en latín): “Hasta ahora lo teníamos a Francisco, que hablaba con los lobos. Ahora, tenemos un león que ahuyentará a los lobos”.
Esperemos que él lo haga, disipando de una vez por todas la “humareda de Satanás” que penetró en la Iglesia durante el reinado de Paulo VI y ponga fin al “misterioso proceso de autodemolición” que llevó a su crisis actual. Que León XIV vaya más allá de las intenciones de los Cardenales votantes (que pueden haberlo escogido como mera figura de consenso) y restaure verdaderamente la paz en la Iglesia.
Esperemos que sea la verdadera paz como la definió San Agustín, o sea, “la tranquilidad en el orden”, que presupone la eliminación más radical posible de los factores de desorden doctrinario y disciplinario que se propagan por todos los ambientes católicos, y particularmente en los europeos.
Con esta esperanza, juntemos nuestras voces a las de los millares de fieles que, al pie de la loggia de la Basílica de San Pedro aclamaron a León XIV con un sonoro “¡Viva el Papa!”