“Armado por amor a San Pedro”, Pipino vence a los enemigos de la Iglesia – Nace el Poder temporal de los Papas, escudo de su independencia

01/08/2014

Pipino, católico rey de los francos, Patricio de los Romanos, ungido por San Bonifacio, Apóstol de los Germanos, y por el Vicario de Cristo, cumplió fielmente su misión. Un precursor del Sacro Imperio que nacería formalmente con su hijo Carlmagno. La unión de objetivos entre el Poder espiritual y el temporal inauguraba una nueva era para la humanidad…

 

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El espíritu cristiano empezaba a apoderarse del mundo y a organizarlo sobre la base de los principios eternos del Evangelio…330px-St_Denis_Choir_Glass

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Moneda con  la efigie de Astolfo, rey de los lombardos que intentó agrandar sus posesiones oprimiendo al  Papado

Como suele ocurrir con los déspotas de todos los tiempos, Astolfo no quiso oír razones*. Se creía el supremo juez de sí mismo y de todos. El poder al servicio del bien del rey franco ungido por la Iglesia era la única fuerza humana capaz de hacerlo obedecer, de grado o por fuerza. ¿Cumpliría Pipino su misión de defensor del Papado, de auténtico Patricio de los Romanos? ¿O, como tantos reyes y duques germanos, alcanzados los honores y el poder olvidaría sus compromisos?

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San Arnulfo de Metz, gran señor austrasiano y posteriormente gran Obispo,  ilustre antepasado del linaje carolingio (ver primeras notas de esta serie). Es Patrono de los cerveceros.

Pipino se mostró a la altura de aquellos santos guerreros de la aristocracia austrasiana fundadores de su linaje*. E inició sin demora una tremenda ofensiva contra el contumaz lombardo.
Batido Astolfo en el valle de Susa, asediado y derrotado en su capital, Pavía, juró restituir los territorios invadidos.
Pipino, creyendo que el lombardo no se atrevería a faltar a su palabra, había vuelto a su reino. Pero Astolfo no sólo no había restituido las provincias usurpadas: poco después sitiaba Roma con tres cuerpos de ejército. Había esperado lo más crudo del invierno de 756, para tornar imposible una contraofensiva de los francos.
Ya llevaban dos meses los romanos resistiendo heroicamente. Entre tanto llegaba la primavera, cuando los francos se reunían en asamblea conforme a los usos germánicos y de la monarquía orgánica medieval que despuntaba.
Fue una sorpresa ver llegar una legación pontificia compuesta por el Obispo de Ostia y dos nobles romanos que habían logrado atravesar el cerco lombardo.
Los legados pontificios eran portadores de tres cartas. La primera, dirigida al rey Pipino por el Sumo Pontífice; la segunda, enviada por el pueblo romano a la nación franca; la tercera, dirigida al rey y a la nación, en nombre de San Pedro…

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El Papa Esteban II arriesgó su vida para defender el legado de San Pedro y convocó a Pipino el Breve a la lucha contra los usurpadores lombardos

Al oír la asamblea el grito de angustia de los romanos oprimidos y el llamamiento, que era como la voz del propio San Pedro, prometiendo a sus defensores protegerlos como si se encontrara viviente en sus filas, la indignación y el entusiasmo guerrero de los francos fue inmenso. Pasando por alto las recientes penurias y batallas se dispusieron a cruzar nuevamente los Alpes en defensa de la Iglesia.
Llegados al reino lombardo –parafraseando a Bernal Díaz del Castillo- hicieron probar el buen cortar de sus espadas a los enemigos del Papado, que debieron pagar caro sus devastaciones e ignominias, debiendo levantar el sitio de Roma y sufrir el bloqueo de Pavía.
Astolfo logró a duras penas que Pipino aceptara la paz, entregándole en reparación la tercera parte del tesoro real y comprometiéndose a un pago anual de 1.200 sueldos de oro.
Ejerciendo la virtud de la vigilancia, Pipino acantonó tropas francas en lugares clave del territorio enemigo, al mando de sus mejores jefes.
Ausentes del campo de batalla, con increíble audacia se presentaron los bizantinos encabezados nuevamente por nuestro conocido Juan el Silenciario*. Pretendían que Pipino les entregara sin más el exarcado de Ravena que habían perdido por su culpable inacción ante los llamados del Papa.
El rey franco les respondió: “No me he armado sino por amor a San Pedro y remisión de mis pecados”. Y a continuación hizo redactar la célebre donación por la que transfería al Pontífice romano, representante del venerado Príncipe de los Apóstoles, la mayor parte de las tierras conquistadas -ahora suyas por derecho de conquista en guerra justa.

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El gran Papa San Zacarías apoyó decisivamente a Pipino a entronizar la dinastía carolingia, abriendo paso al florecimiento de  los nuevos tiempos que se insinuaban

Restituyó al Estado de San Pedro -consigna el Liber Pontificalis– casi todas las ciudades conquistadas a los lombardos: el exarcado de Ravena, la Pentápolis -Rímini, Ancona, Pésaro y otras-, la región situada entre el Apenino y el Mar; era el Ducado de Roma y los países del Estado de San Pedro invadidos por su adversario derrotado.
El Silenciario debió regresar al Bósforo con las manos vacías.
Quedaba creado un nuevo Estado para el derecho internacional de Europa, ‘el Estado de la Iglesia’, ‘Sanctae Ecclesiae Respublica’ (Mourret).
Pipino había actuado como verdadero Patricio de los romanos *, adquiriendo gran ascendiente en Italia con sus brillantes victorias.
En las luchas sucesorias en el reino lombardo que siguieron a la muerte de Astolfo, el Sumo Pontífice y el rey de los francos consideraron justo apoyar las pretensiones dinásticas de Didier. Este mostró su agradecimiento devolviendo países que había conquistado Luitprand, antecesor de Astolfo, a expensas del Papado.

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La “corona de hierro” del reino lombardo recibió el amparo del Papado y el reino franco al ser heredada por Didier

Estos acontecimientos providenciales constituyen el origen del histórico poder temporal de la Santa Sede, en virtud de la emblemática cesión que Pipino denominó fielmente ‘restitución’, para garantizar la independencia del Vicario de Cristo.
El gobierno del exarcado de Ravena, que correspondiera a los Emperadores de Oriente, lo habían dejado éstos en manos de los Papas, que debieron afrontar invasiones y peligros ante la omisión de Constantinopla.
Los fieles de Roma y de toda Italia no querían ver aquella tierra sagrada administrada por nadie que no fuese el sucesor legítimo de San Pedro. Estaba poblada de monumentos en honor de los Santos Apóstoles, de los sagrados restos de los mártires y de tesoros acumulados por la piedad de los fieles para subvenir a las necesidades de la Iglesia, de la Cristiandad amenazada y de los pobres.
Dios –dijo Bossuet- quería que la Iglesia, Madre común de todos los reinos, no dependiera en lo temporal de reino alguno; y que la Sede de la que debía proceder la unidad de todos los fieles quedara por encima de las parcialidades e intereses que las rivalidades de los Estados podían causarle. Así, puso estos fundamentos perennes mediante Pipino y Carlomagno.
Independiente de todos los poderes temporales, la Iglesia se encontró en estado de ejercer libremente el poder celestial de regir las almas…
Más de mil años transcurrirían hasta que la Revolución anticristiana desgarrara con mano sacrílega los Estados Pontificios, reduciéndolos drásticamente a la situación actual del Vaticano. Pero San Pedro sigue velando sobre el suelo regado y fecundado por su sangre…

Los Papas no tomaron el título de reyes ni cambiaron el carácter que su autoridad había tenido desde siempre. Los acontecimientos los habían transformado en soberanos temporales a la cabeza de un Estado independiente. Era un Estado patriarcal, que surgía en medio de la Europa aún semi-bárbara y sangrienta, gobernado con el báculo pontificio, como reinado del príncipe de la paz.
Roma, en tiempos paganos, la ciudad de la fuerza, era ahora capital de la caridad. Carlomagno, a quien el Papado asignaría una  providencial misión en bien de la Cristiandad, crecía a la sombra bienhechora de su padre, Pipino. Conjuntamente crecían la fuerza pontificia y la imperial, que se iba perfilando, prestándose mutuo apoyo: una conjunción fructífera!

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Respondía a la intensa necesidad de verdadero orden – que San Agustín define como la recta disposición de todas las cosas de acuerdo a su fin. Y en la mesa carolingia se leía “La Ciudad de Dios”, fuente de inspiración de ricas conversaciones y prodigiosas realizaciones**…
La sed de orden y de justicia se hacía sentir en las almas fatigadas del cesarismo romano bizantino y de la barbarie germana. El espíritu cristiano empezaba a apoderarse del mundo y a organizarlo por fin sobre la base de los principios eternos del Evangelio (Kurth).
Amanecía una civilización en que el Sacerdocio y el Imperio, distintos en naturaleza y medios de acción pero unidos en la búsqueda el mismo fin sagrado, trabajarían de acuerdo en edificar la “civitas Dei”, la civilización cristiana. Por primera vez reinaría en la sociedad humana una tal armonía, cuyos frutos serían –como enseña León XIII- superiores a toda esperanza***…

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(*) Ver notas anteriores. Para mejor ubicarlas, puede hacer click en el tag “La Cristiandad al vivo”, “Sacro Imperio” y otros, o usar el buscador de este site.
(**) Sobre la vida, obra y vocación de Carlomagno, ver el artículo del Prof. Plinio Corrêa de Oliveira que inaugura esta serie, “A 1200 años de la muerte del Emperador Carlomagno, piedra angular de la Edad Media”, publicado el 17 de enero pasado.
(***) Encíclica “Immortale Dei”, l.XI.1885 – “Bonne Presse”, París, vol. II, p. 39.

BIBLIOGRAFIA CONSULTADA

Godofredo Kurth, “Los orígenes de la civilización occidental”, Emecé Editores, Buenos Aires

Fernando Mourret, “Historia General de la Iglesia”, t. III La Iglesia y el mundo bárbaro, 2ª. ed., Barcelona – París – Bloud y Gay, Editores

Frantz Funck-Brentano, “Les Origines”, L’histoire de France racontée à tous, 10ª ed., Hachette, Paris

Henri Pirenne, “Mahoma y Carlomagno”, Ed. Claridad, Buenos Aires, 2013

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